Discurso del M. en D. Fernando Arreola Vega
Mgdo. Presidente del STJEM y del CPJEM
en Ario de Rosales
Cuenta la historia que poco antes de la instalación del Congreso de Chilpancingo, el año de 1813 marcó para don José María Morelos y Pavón el cenit de su poderío, el punto más envidiable de su popularidad y el periodo más febril de trabajo mental.
Durante las semanas siguientes no conocería el reposo, lo mismo que su secretario Rosáinz, ni sus escribanos.
Preparando los trabajos de la asamblea, iba de un lado a otro dando órdenes, dictando acuerdos, concediendo audiencias, atendiendo peticiones y sugerencias. Por ello, sus conocidas jaquecas se le acentuaron.
Días atrás, cuando el prócer llegó a Chilpancingo proveniente de Acapulco, luego de obtener la rendición incondicional de la guarnición realista que defendía el Fuerte de San Diego, fue recibido con arcos triunfales, ramadas de oloroso pino, lluvias de flores, vítores, música, aplausos y una concurrencia abigarrada y llena de emoción.
Aquello era un maremágnum en que la dinámica y la nerviosidad envolvían al caudillo.
Finalmente, el 14 de septiembre se inauguró el Congreso, pronunciando Morelos el discurso alusivo, leyendo Rosáinz los “Sentimientos de la Nación” y designándose a los diputados constituyentes que faltaban.
Al día siguiente, Morelos fue electo “Generalísimo de los Ejércitos Insurgentes” y encargado del Poder Ejecutivo; al pretender concedérsele el título de “Suprema Alteza”, prefirió el de modesto “Siervo de la Nación”. El día 18, emitió una proclama dando a conocer la dignidad que el Congreso acababa de otorgarle. El 5 de octubre se promulgó un nuevo decreto aboliendo la esclavitud. Y como corolario, el 6 de noviembre se expidió la Declaración de Independencia, respaldada en un manifiesto justificativo, mas no hubo Constitución. Dos días después, el Generalísimo abandonó para siempre Chilpancingo, dirigiéndose a la campaña de Valladolid.
Pese a que la actividad del Congreso no pudo culminar con la Carta Constitucional, anhelada por Morelos, que viniera a formalizar en la ley los afanes del movimiento insurgente, sí permitió que el patricio sentara las bases del futuro sistema constitucional.
Primero, en el discurso de instalación, del que borró el nombre de Fernando VII, enfatizando así radicalmente su idea de soberanía.
Segundo, en el Acta de Independencia, de la que -en concepto de Mario de la Cueva- destacan tres aspectos principales: que la soberanía corresponde a la nación mexicana y que entonces estaba usurpada; que quedaba rota, “para siempre jamás”, la dependencia del trono español; y, por último, que la nación era libre de ejercer los atributos esenciales de esa soberanía, como dictar las leyes constitucionales, hacer la guerra y la paz y mantener relaciones diplomáticas.
Pero fundamentalmente, el genio y la visión de estadista de don José María Morelos se patentizan en sus ya citados “Sentimientos”, de entre los que sobresalen los siguientes puntos: que la soberanía proviene inmediatamente del pueblo, el que sólo quiere depositarla en el Supremo Congreso Nacional Americano, compuesto de representantes de las provincias en igualdad de números; que los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial estén divididos en los cuerpos compatibles para ejercerlos; y que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte el Congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto. Siendo igualmente de destacarse aquella célebre conversación que el vallisoletano sostuvo con don Andrés Quintana Roo, en la víspera de que se inaugurara el propio Congreso de Chilpancingo, cuando -entre otras muchas cosas- le confió: “... soy siervo de la nación, porque ésta asume la más grande, legítima e inviolable de las soberanías; quiero que tenga un gobierno dimanado del pueblo y sostenido por el pueblo; que rompa todos los lazos que la sujetan, y acepte y considere a España como hermana y nunca más como dominadora de América. Quiero que hagamos la declaración que no hay otra nobleza que la de la virtud, el saber, el patriotismo y la caridad; que todos somos iguales, pues del mismo origen procedemos; que no haya privilegios ni abolengos; que no es racional, ni humano, ni debido que haya esclavos, pues el color de la cara no cambia el del corazón ni el del pensamiento; que se eduque a los hijos del labrador y del barretero como a los del rico hacendado; que todo el que se queje con justicia, tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo defienda contra el fuerte y el arbitrario; que se declare que lo nuestro ya es nuestro y para nuestros hijos; que tengan una fe, una causa y una bandera, bajo la cual todos juremos morir, antes que verla oprimida, como lo está ahora, y que cuando ya sea libre, estemos listos para defenderla...”.
Previo a que iniciara el Congreso, Morelos, el hombre de carne y hueso, estaba por cumplir 48 años de edad.
El historiador Wilbert H. Timmons apunta: “... Había poco en su aspecto que sugiriera grandeza: era de pequeña estatura y de constitución robusta; medía un poco más de 1.50 metros de estatura, y quizá pesaba unos 75 kilos. No tenía una apariencia especialmente imponente. Sus rasgos faciales eran toscos y ordinarios; tenía verrugas y lunares visibles, y una gran cicatriz atravesaba su nariz a causa de una grave caída que había sufrido en su adolescencia. Su color y su tez eran oscuros; su piel y sus ojos, café oscuro; tenía labios gruesos, y cejas espesas y juntas. Su cuerpo había sido acondicionado por una existencia que había pasado casi enteramente en el campo y al aire libre, pero padecía mucho de malaria y migraña...”.
Sin embargo, la apariencia física de un hombre nada importa cuando, como en el gran Morelos, anidan ideas tan extraordinarias como las que ya mencionamos sobre libertad e independencia políticas, soberanía popular, división de poderes, abolición de la esclavitud, gobierno representativo, justicia e igualdad sociales y respeto a los derechos individuales, máxime si -como sabiamente lo razonó en sus mencionados “Sentimientos”- el color de la cara no cambia el del corazón ni el del pensamiento; pero no sólo eso, sino cuando además es capaz -como ocurrió con este hombre extraordinario- de guardar estricta congruencia entre las ideas plasmadas en el discurso y la actitud de que hablan sus hechos, al grado de sacrificar su propia vida en aras de defender esos ideales patrióticos.
A fin de iniciar su llamada Cuarta Campaña, el prócer llegó a las puertas de Valladolid el 22 de diciembre de 1813, con el ánimo de tomar la plaza, pero el intento acabó en desastrosa derrota, que produjo la desbandada.
Y nada más iniciar el año de 1814, sobrevino una cauda de dolorosos quebrantos para la causa insurgente, pues el 4 de enero, en la Batalla de Puruarán, fue derrotado y aprehendido don Mariano Matamoros, “brazo derecho” del Generalísimo, y fusilado el 3 de febrero siguiente. El 27 de junio, en un encuentro cerca de Coyuca, en El Salitral, don Hermenegildo Galeana encontró la muerte a manos de un soldado realista; cuando Morelos recibió la noticia, se sintió horrorizado y dijo: “Acabáronse mis brazos; ya no soy nada”. Pero además, el Congreso Constituyente anduvo errante desde su salida de Chilpancingo, en por lo menos los siguientes lugares: Chichihualco, Tlacotepec, Tlalchapa, Guayameo, Huetamo, Tiripetío, Santa Efigenia, Apatzingán, Tancítaro, Uruapan y otra vez Apatzingán.
Así, en esta última localidad, el 22 de octubre fue por fin promulgado el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, suma de los esfuerzos de ese puñado de valerosos combatientes que, encabezados por el “Siervo de la Nación”, dieron patria, libertad y orden normativo a nuestro pueblo.
¿Que por qué reseñar destacadamente la figura de José María Morelos y Pavón en el acto que hoy nos convoca?, pues porque fue artífice fundamental e insustituible del movimiento independentista que culminó con la expedición de la también llamada Constitución de Apatzingán, en cuyo articulado no sólo encontraron cabida -cual en su momento lo expresó don José María Luis Mora- principios característicos del sistema liberal, como la soberanía del pueblo, la independencia, así como los derechos del hombre, sino por primera vez en México, la regulación en sede constitucional de la teoría tripartita de la división de poderes, concebida en Francia por Montesquieu y postulada ya desde la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, de la que cobra relevancia su artículo 16, que prescribía:
“Toda sociedad en la que no está... determinada la separación de los poderes, no tiene Constitución”.
Fue así como la Carta de Apatzingán, consecuencia final del Congreso Constituyente de Chilpancingo, basada en la premisa incuestionable de que el poder del Estado, para su correcto desempeño, debe regularse por pesos y contrapesos, depositó el ejercicio del Poder Ejecutivo en la corporación denominada Supremo Gobierno; el ejercicio del Poder Legislativo, en la corporación conocida como Supremo Congreso; y la titularidad del Poder Judicial, en la corporación que tomó el nombre de Supremo Tribunal de Justicia, esta última antecedente primigenio de la actual Suprema Corte de Justicia de la Nación, y en general, considero, de los Poderes Judiciales de los Estados, puesto que los mismos no existían hasta entonces y, en su momento, también adoptaron en sus Constituciones Particulares la teoría tripartita de la división de los poderes.
Con la jura de la nueva Constitución comenzaron a funcionar los Poderes Ejecutivo y Legislativo, aquél a cargo de los tres José Marías: Morelos, Liceaga y Cos, mientras que éste lo conformaron los mismos diputados constituyentes de Chilpancingo, quedando pendiente la instalación del Poder Judicial, lo que ocurrió, como todos sabemos, poco más de cuatro meses más tarde, el 7 de marzo de 1815, en esta hospitalaria ciudad de Ario.
Según el historiador de la insurgencia, don Carlos María de Bustamante, juróse la Constitución con una solemnidad inesperada, porque como por arte mágico se reunieron al regocijo común los pueblos, se convirtieron en poblados los desiertos, se sirvieron las mesas con dulces traídos de Guanajuato y Querétaro, y aquellos hombres quedaron poseídos de un entusiasmo noble y exaltado. Textualmente nos narra: “... puede decirse del amor patrio lo que de la fe, que trastorna a los montes, y cambia en cierto modo la naturaleza. Hiciéronse por tanto bailes y festines, a los que concurrieron vistiéndose la ropa más decente que tenían, y enloqueciéndose como niños. El grave y circunspecto Morelos... depuso su natural mesura, y cual otro Epaminondas, que en el dulce solaz de sus amigos toma la flauta y los recrea con su sonido, éste, vestido de grande uniforme, danza en el convite, se humana con todos, los abraza, se regocija con ellos, y confiesa que aquél es el día más fausto que ha gozado en su vida...”.
Concluidos los festejos, seguramente los únicos que el grandioso Morelos pudo disfrutar durante la etapa final de su liderazgo insurgente, en febrero de 1815 el Congreso se instaló en Ario y, como ya lo dijimos, el 7 de marzo quedó solemnemente constituido el Supremo Tribunal de Justicia, hoy hace 192 años.
José María Sánchez de Arriola, como Ministro Presidente; los también Ministros José María Ponce de León, Antonio de Castro y Mariano Tercero; el Secretario Pedro José Bermeo; y probablemente Juan Nepomuceno Marroquín, como Oficial Mayor, fueron los primeros integrantes de este tribunal surgido aún al calor de la lucha armada y entre múltiples vicisitudes, lo cual acentúa todavía más su importancia y el mérito de sus creadores y el de tales valerosos hombres que lo configuraron, quienes bajo condiciones tan adversas, sin comodidades ni privilegios de ningún tipo, a todas luces demostrando un patriotismo incuestionable, impartieron justicia a quienes se los demandaron, erigiéndose así en ejemplo imborrable para todos los que nos dedicamos al ejercicio de la judicatura y que somos depositarios de tan extraordinario legado.
En otras ceremonias como ésta ya se ha hablado del corto pero efectivo desempeño de dicho tribunal, desde la fecha de su instalación hasta que en diciembre del mismo año de 1815 fue disuelto por Mier y Terán, en Tehuacán, luego del fusilamiento de Morelos; destacándose, incluso, algunos de los casos más característicos que resolvieron sus integrantes; por lo cual no habré de reiterarlo en esta ocasión, limitándome a resaltar su operatividad material y el admirable sacrificio y esfuerzo de quienes lo diseñaron y lo constituyeron.
Señoras y Señores:
En esta fecha se cumplen, para quien no lo sepa, 31 años desde que, en el ya lejano 1976, año con año el Gobierno del Estado de Michoacán, el H. Ayuntamiento Constitucional de Ario y, particularmente el Supremo Tribunal de Justicia de la Entidad, se dieron a la tarea de conmemorar este solemne acontecimiento republicano, tarea a la que en tiempos recientes se ha sumado, ya sin cortapisas, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a cuyo representante el día de hoy, señor Ministro José Fernando Franco González-Salas, nos complacemos en recibir como invitado distinguido.
Reitero mi convicción de que el Supremo Tribunal de Justicia de Ario debe ser considerado como la génesis del Poder Judicial del México Independiente, pues fue el fruto de una de las preocupaciones sustanciales del Generalísimo Morelos, si no es que la más importante: la de la justicia para su pueblo; mas no una justicia en abstracto, sino la que se concretara en acciones, la justicia social que acabara con los privilegios de clase y con los abolengos, borrando el estigma de la discriminación; y esas son las tareas que día a día ocupan y preocupan tanto al Poder Judicial de la Federación, como a los Poderes Judiciales de todos los Estados de nuestro país, vinculados en su conjunto bajo la figura del federalismo judicial.
Al instalar el Supremo Tribunal de Justicia de Ario, seguramente que el señor Morelos estaba convencido del relevante papel que juega la función jurisdiccional, lo mismo en aquella aciaga época de la historia nacional, que en estos tiempos de modernidad, ya que sostengo que el juez es el verdadero socializador de la norma, aportando justicia con su aplicación a los casos concretos, y no limitándose simplemente a ser la “boca de la ley”, para alcanzar así un real y efectivo estado social y democrático de derecho.
Por todo lo anterior, no hay duda que hoy es un día de fiesta para la judicatura mexicana, y recordando como ahora lo hacemos, en este altar de la Patria, a los colosos que lo hicieron posible, reviviremos perennemente sus ideales; sin olvidar que será nuestro cumplimiento puntual, eficiente, honesto y responsable de la ardua y compleja, pero trascendental e incomparable función jurisdiccional, lo único que nos aproxime un poco a honrar su gloriosa memoria y que nos aliente a aceptar la herencia de dignidad, justicia y libertad que nos legaron.
Muchas gracias.
Patio de la Presidencia Municipal,
7 de marzo del 2007,
Ario de Rosales, Mich.