Inversión
de la carga de la prueba y enjuiciamiento de los daños recíprocos
sin prueba de culpa en la responsabilidad civil del automóvil
Crítica a una jurisprudencia equivocada
Completa revisión crítica de la jurisprudencia creada
en torno a la aplicación de las reglas de la carga de la prueba
en el ámbito de la responsabilidad civil automovilística.
I. Introducción. Razones para
este estudio
Cualquiera que esté próximo al
enjuiciamiento de la responsabilidad civil, y particularmente
a la responsabilidad civil, en el ámbito de los accidentes
de tráfico, conoce de la frecuencia con la que tanto los Tribunales
como las propias partes hacen referencia a las reglas de la
carga de la prueba. No falta razonamiento sobre responsabilidad
civil en el que de una u otra forma esté presente, de forma
que todos llegamos a tener la convicción de que debe ser algo
de notable importancia en el enjuiciamiento de la responsabilidad
civil.
Pero por otra parte resulta chocante que los estudios que
la doctrina ha dedicado al tema sean bien escasos, no pasándose
de simples referencias marginales.
El interés que mueve a este trabajo no es suplir ese vacío
doctrinal, aunque la curiosidad sobre las razones del mismo
no fuera ajena a la decisión de llevarlo a cabo.
Esa decisión ha dependido en mucha mayor medida de la incómoda
sensación que como juez he sentido cuando me he tenido que
enfrentar a casos que había de resolver haciendo aplicación
de las reglas de la carga de la prueba. A la dificultad que
ese solo hecho ya por sí comporta, lo que lleva a un alto
grado de zozobra en todos los casos en los que la decisión
del asunto debe depender de la aplicación de las reglas de
la carga de la prueba, se le había de añadir una extraña sensación
que la lectura de la jurisprudencia me provocaba en ciertos
casos, porque, sin saber muy bien por qué, los argumentos
que se utilizaban en la argumentación jurisprudencial no me
resulta tan convincentes. Este trabajo me ha ofrecido la posibilidad
de hacer una más profunda reflexión sobre alguno de esos temas,
que las prisas del hacer cotidiano me impedían, pero que por
otra parte estaba seguro de que necesitaba hacer.
En buena parte mi zozobra procedía de las cosas tan extrañas
que se llegan a leer estudiando la jurisprudencia sobre la
carga de la prueba y que se tiene la incómoda sensación de
que no tienen en absoluto nada que ver con la misma. Pero
particularmente me preocupaban algunas de las tomas de postura
jurisprudenciales sobre temas muy controvertidos y difíciles
que se justifican por la jurisprudencia desde la perspectiva
de la carga de la prueba, o de su inversión, o la enervación
de la misma, o neutralización de la inversión. He de reconocer
que el estudio del tema, que empezó obedeciendo a una simple
inquietud, ha terminado convirtiéndose en casi una pasión.
La razón está en que he podido
comprender conforme he ido avanzando en el estudio que me
estaba enfrentando a una materia en la que los Tribunales
estamos haciendo verdaderas barbaridades. y lo más triste
es llegar al convencimiento de que va a resultar muy difícil
que se rectifique la línea que se está siguiendo, por más
que, como se verá, el error es grave y evidente y sus consecuencias
un atentado hacia nuestra sociedad, que no se merece que aún
se estén siguiendo en algunas materias criterios impropios
de nuestro tiempo.
Esas duras apreciaciones obligan a adelantar que las estoy
refiriendo a un tema muy concreto, el del enjuiciamiento de
los daños recíprocos sin prueba de culpa, problema que la
jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo resolvió en falso
hace algunos años, no atinando con una buena solución y que
por ello es hoy un tema abierto a la disputa en la doctrina
de las Audiencias Provinciales. No se ha ni que decir que
éste no es un tema menor, sino que es un tema de gran envergadura
en e enjuiciamiento de la responsabilidad civil derivada de
los accidentes de tráfico, de forma que por sí mismo ya justifica
este trabajo.
Como se ha adelantado, la opinión que se sostienes muy crítica
sobre la línea jurisprudencial absolutamente mayoritaria,
que se considera absolutamente desacertada y una especie de
"cuarto de los horrores". Se tiene la sensación
de que en esta materia la jurisprudencia mayoritaria se ha
instalado en la solución más cómoda de las posibles desafiando
al más elemental sentido de la justicia, imponiendo soluciones
completamente contradictorias con el abierto sentido objetivador
que la propia jurisprudencia ha ido incorporando al enjuiciamiento
de la responsabilidad civil y, la que es peor, fundando esa
doctrina sobre un argumentación que, aunque aparenta ser irrefutable,
no tiene la menor consistencia.
Estudiando esta cuestión no resulta fácil sustraerse a la
sensación de que con mucha frecuencia la aplicación de esa
nefasta doctrina jurisprudencial en realidad está enmascarando
auténticas infracciones del principio de non liquere. Y en
algún sentido incluso la propia doctrina puede considerarse
que, más que hacer aplicación e las reglas de la carga de
la prueba, la que hace es dar cabida en forma indirecta al
non liquet.
II. La carga de la prueba
Es bien conocido que uno de los
principios esenciales sobre los que se apoya nuestro proceso
civil es el de aportación de parte (iudex iudicet secundum
alegata et probata partium) conforme al cual son las partes
las responsables principales de la prueba. A las partes les
incumbe la carga (que no el deber) de introducir en el proceso
los hechos sobre los que funden sus pretensiones y, además,
acreditarlos.
A partir de aquí se llega con
una cierta facilidad a la idea de que las normas sobre la
carga de la prueba son las normas que sirven para determinar
cómo se hace el reparto entre las partes de esa carga de probar,
la que no es del todo cierto, pues sólo en forma muy impropia
puede hablarse de la carga de la prueba en ese sentido. En
realidad las normas sobre la carga de la prueba cuando entran
en juego es cuando el juez se dispone a dictar sentencia y
no siempre, sino únicamente en el caso de que no sepa a quien
dar la razón, a consecuencia de la falta de prueba de los
hechos fundamentales del proceso.
Por eso se ha dicho que la carga de la prueba se presenta
como un expediente técnico que el legislador, recogiendo la
experiencia de la historia jurídica, ha puesto en manos del
Juez para que con él salve al proceso del punto muerto que
significa un non liquet.
La carga de la prueba es por lo tanto una regla de juicio
que se dirige al Juez, y que le permite resolver la controversia
ante él entablada en aquellos casos en los que la actividad
probatoria desarrollada en el proceso no ha sido suficiente
para convencerle sobre la certeza de los hechos introducidos.
La finalidad que cumple esa regla de juicio es, como dice
Corbal, determinar para quién ha de producirse las consecuencias
desfavorables en el caso de que un hecho no haya resultado
probado.
El fundamento de la misma se encuentra como afirma Serra Dornínguez,
en la obligación de fallar que pesa en todo caso sobre el
juez, la conocida como prohibición de non liquet.
De ello resulta que las normas sobre la carga de la prueba
no persiguen como finalidad la de determinar quién tiene la
obligación de probar, aunque es lógico pensar que de forma
indirecta las normas sobre la carga de la prueba puedan tener
un peso trascendental para dar respuesta a esta cuestión.
Por ello sobre la carga de la prueba no puede hablarse, como
con tanta frecuencia se hace parte del Tribunal Supremo, con
referencia a situaciones o actividades distintas a las del
estricto momento de la sentencia.
Es decir, que no cabe hablar,
al menos con precisión conceptual, sobre la carga de prueba
como, un conjunto de normas apriorísticas, susceptibles de
determinar sobre cuál de las partes pesa la carga de acreditar
determinado hecho, sino que únicamente son normas que persiguen
orientar el juicio que debe emitir el juez sobre los hechos
alegados por las partes, para tomarlos como acreditados o
como no acreditados, y resolver en consonancia el conflicto
que las enfrenta.
Por eso se ha dicho que no cabe tomar en consideración el
tema de la carga de la prueba en período es admisible la fórmula
que a veces se sigue en la redacción de sentencias .consistente
en hacer un reparto previo de la carga de prueba, o anticipar
una alusión sobre su incumbencia, cuando luego resulta que
los hechos están probados. La carga de la prueba tiene un
carácter supletorio, en el sentido de que entra en función
después de la apreciación o valoración de la prueba y del
discurso lógico del juez con el que se integra el acervo fáctico.
Para distinguir esas dos inversas acepciones de las que es
común hablar de la carga de la prueba Cortés propone distinguir
entre dos conceptos:
1) Normas de la carga de la prueba, es decir las reglas de
juicio cuyo único destinatario es el Juez y que integran lo
que es propiamente la carga de la prueba, reglas que tienen
un indudable carácter procesal. El ejemplo de normas de este
tipo podría ser el del artículo 1214 del Código Civil, únicas
normas positivizadas con las que nuestro ordenamiento regula
esta materia;
2) Normas sobre la carga de la prueba, que son normas de carácter
material, que cumplen una labor meramente especificadora.
Ejemplo de ellas podría ser las diversas presunciones que
nuestro derecho incorpora, como la de buena fe (artículo 434
del Código Civil) .
Retener esta distinción es muy importante, porque el Tribunal
Supremo no siempre distingue entre ellas, particularmente
en el ámbito del enjuiciamiento sobre la responsabilidad civil,
y ello tiene una decisiva trascendencia práctica en el punto
al que nos proponemos llegar, el del enjuiciamiento de los
daños recíprocos. La doctrina mayoritaria sobre esta cuestión,
como se verá con detenimiento más adelante, se apoya precisamente
en una confusión conceptual entre las normas de la carga de
la prueba y normas sobre la carga de la prueba, de forma tal
que el argumento esencial que ha llevado a la lamentable perpetuación
de esa doctrina se desvanece, si se afina en esa distinción
conceptual. Pero es muy pronto aún para abordar esa cuestión.
Antes se han de dar muchos pasos previos que permitan conocer
las claves de esa confusión terminológica y conceptual.
Estas segundas normas de carácter material son consideradas
por Serra Domínguez como "reglas legales de distribución
de la carga de la prueba", aduciendo que su característica
esencial es eximir a una parte de la necesidad de la prueba,
en vista de la dificultad o imposibilidad práctica que podría
derivarse de la exigencia de prueba. Atendida esa misma idea
creo que es más razonable seguir el criterio que en este punto
sigue la doctrina mayoritaria, que no las considera propiamente
como reglas de carga, sino como normas de exoneración o exención
de la prueba.
No cabe hablar sobre la carga de la prueba como un conjunto
de normas apriorísticas, susceptibles de determinar sobre
cuál de las partes pesa la carga de acreditar determinado
hecho, sino que únicamente son normas que persiguen orientar
el juicio que deba emitir el juez sobre los hechos alegados
por las partes, para tomarlos como acreditados o como no acreditados,
y resolver en consonancia el conflicto que las enfrenta.
Por otra parte, también es preciso destacar la enorme importancia
que tienen las normas de la carga de la prueba, importancia
que debe ser subrayada desde las diversas perspectivas en
las que puede ser contemplada:
I) Por la frecuencia con la que es preciso acudir a ellas
para resolver la cuestión objeto del proceso.
2) Por el efecto indirecto o de irradiación que con llevan
sobre la iniciativa probatoria de las partes.
3) Por su propio rango, que ha sido destacado en la jurisprudencia
del Tribunal Constitucional, donde ha sido considerada como
normas susceptibles de ser integradas dentro del cuadro de
derechos fundamentales intraprocesales que se incorporan al
artículo 24 de la Constitución.
En este último sentido se ha de decir que Jos pronunciamientos
del Tribunal Constitucional en los que ha estado en juego
la distribución de la carga de la prueba, si bien no son muy
numerosos, sí que son importantes. El más conocido de ellos,
por el gran revuelo que en su día originó a consecuencia de
la reacción que suscitó en la Sala la. del Tribunal Supremo,
es la sentencia 7/1994 de 17 de enero en la que se anuló una
sentencia de la Sala 1 a. y se declaró firme la de instancia,
por estimarse en definitiva que el Tribunal Supremo había
aplicado incorrectamente una norma sobre la carga de la prueba.
En el mismo sentido, con más
claridad incluso si sabe, puede verse sentencia del Tribunal
Constitucional 227/ 1991 de 28 de noviembre (LA LEY; 1992-2,3
), pronunciamiento en el que el Tribunal Constitucional concedió
amparo frente a una resolución de la jurisdicción social en
la que se denegaba una prestación (pensión de viudez) con
el fundamento de que no había resultado acreditada la cotización.
La razón que lleva al Tribunal Constitucional a conceder amparo
por esta causa estriba en que los órganos jurisdiccionales
hayan realizado una interpretación y valoración irrazonable,
arbitraria o inmotivada (así, sentencia del Tribunal Constitucional
26/1993) (LA LEY; 1993-3, 150). Y es completamente razonable
que así se haya procedido por parte del Alto Tribunal, pues
la aplicación de las normas relativas a la carga de la prueba
no puede ser considerada, como con alguna ligereza se ha considerado
en algunas resoluciones de inadmisión a trámite, una simple
cuestión de legalidad ordinaria, sino que es una cuestión
que está directamente entroncada con el núcleo mismo del derecho
de acceso a la tutela que se consagra como derecho fundamental
en el artículo 24.1 de la Constitución española.
Que no se haya querido entrar de lleno en el tema de la carga
de la prueba y se hayan buscado subterfugios más o menos disimulados
para que parezca que no se entra es comprensible, porque por
aquí se podrá abrir una brecha excesivamente amplia al amparo
constitucional, algo que con toda razón debe asustar al propio
Tribunal por las consecuencias prácticas que podrá acarrear.
Pero esos asuntos en los que
puede considerarse se ha producido una violación grosera de
la norma sobre la carga de la prueba son suficientes para
que haya quedado claramente de manifiesto que existe en este
ámbito un gran riesgo de violación de derechos fundamentales,
cuando el uso que se haga de las normas sobre la carga de
la prueba por parte de los Tribunales no sea el razonable.
Y si la cuestión tiene este perfil es debido a su propia naturaleza,
a que no exista un criterio exacto y plenamente convincente
que haya podido ser elevado a la condición de dogma, sea con
rango legal, o con el de solución introducida por la creación
jurisprudencia!. Como dice Serra Domínguez, con las reglas
legales de distribución de la carga de la prueba el legislador
no ha podido contemplar todos los supuestos, sino únicamente
los más frecuentes considerados abstractamente.
Pero en cada caso concreto existen
circunstancias que pueden hacer aconsejable una excepción
al principio general sobre la carga de la prueba, lo que lleva
a que no sea ni posible ni conveniente que eso lo haga el
legislador, sino que debe quedar necesariamente un margen
al juez para que pueda hacer aplicación en el caso de esas
excepciones al principio.
Ese carácter tan especial de
las reglas sobre la carga de la aprueba se ha puesto de manifiesto
con la dificultad incluso de encontrar un criterio general.
Así desde los clásicos postulados del principio de que la
carga de la prueba corresponde a quien afirma, no a quien
niega, se ha ido pasando por el principio que se suele considerar
que corresponde al demandante la carga de la prueba de los
hechos normalmente constitutivos de su derecho y al demandado
la carga de los hechos impeditivos, extintivos y excluyentes.
Pero esta teoría, que es la más
comúnmente aceptada como criterio esencial sobre el reparto
de la carga de la prueba, no resuelve muchos problemas, ya
que presenta la dificultad de determinar cuándo un hecho sea
constitutivo, impeditivo, extintivo o excluyente, y de la
posible variabilidad de la distinción según cual sea el fundamento
de la causa de pedir. Ello ha llevado a que se hayan ido asentando
y hoy pueda considerarse que hayan tomado plena carta de naturaleza
principios correctores de aquel criterio, como son el principio
o criterio de la normalidad y el de la facilidad probatoria,
entre los más conocidos.
Por virtud del criterio de la normalidad no se debe probar
lo que es normal y puede presumirse (suponerse) , sino lo
que es anormal, El principio de normalidad se ha dicho que
constituye una manifestación de las máximas de la experiencia
humana y se funda en la idea de que es obvio que si algo se
repite o sucede con una cierta frecuencia se convierte en
normal, por lo que el acaecimiento contrario se considera
anormal y debe probarse.
El criterio de la facilidad valora
las posibilidades probatorias concretas de las partes, desplazando
la carga probatoria de una a otra según criterios de mayor
facilidad o dificultad. Las resoluciones en las que se acoge
ese principio son muy numerosas y van desde las que antes
se han citado del Tribunal Constitucional, hasta resoluciones
del Tribunal Supremo que se remonta a su sentencia de 3 de
junio de 1935(17).
Esos principios o criterios a los que me acabo de referir
constituyen hoy las reglas básicas de juego en materia de
carga de la prueba. En cuanto al futuro próximo, parece que
las cosas van a ir por esos mismos derroteros, como es posible
deducir del texto de la Ley de Enjuiciamiento Civil que se
encuentra en estos momentos en trámite de aprobación parlamentaria
y que dedica un amplio precepto al tema de la carga de la
prueba, el artículo 219(18), que sigue esos mismos principios
a los que acabo de hacer referencia.
III. La llamada inversión
de la carga de la prueba
Los Tribunales hablan muy frecuentemente
de la inversión de la carga de prueba. Sobre lo que debe o
puede considerarse como inversión de la carga de la prueba
no es pacífica la doctrina y para evitar que la cuestión se
pueda quedar en un problema de terminología se estima que
debe distinguirse entre un concepto de inversión de la carga
de la prueba en sentido estricto, es decir, como un "trasvase
de los hechos a probar de una parte a la otra", de una
inversión en sentido amplio, comprensivo de lo que le suele
considerar como simples relevaciones o exoneraciones, ya lo
que es preferible referirse, como hace Cortés, como simple
modificación de la carga de la prueba.
Como afirma Valentín Cortés, la regla genere que se recoge
en el artículo 1214 del Código Civil sufre no pocas modificaciones
que provienen en la mayoría de los casos de la Ley, otras
están establecidas por la jurisprudencia del Tribunal Supremo
y otras impuestas por la voluntad de las partes. Para este
autor no puede hablarse propiamente de una inversión de la
carga de prueba, que sería inadmisible, sino de supuestos
de modificación y exoneración.
Así ocurre:
1) cuando la le establece presunciones legales o cuando las
partes utilizan en el proceso el juego presuntivo, llevando
al juez la valoración probatoria por la llamada prueba de
presunciones; 2) cuando por imperio de la ley o dictado de
la jurisprudencia o pacto entre las partes lo que se produce
es un cambio en la distribución de la carga de prueba, al
producirse exoneraciones de la carga para alguno de los hechos
constitutivos de la acción o excepción. Sor los conocidos
como supuestos de falsas presunciones con verdades interinas,
en las que el hecho presumido es un hecho exonerado de prueba.
Así ocurre, según opina Cortés, opinión que comparto, en los
supuestos de culpa extracontractual del artículo 1902 del
Código Civil, en los que realmente lo que se está produciendo
más que una inversión de la carga de la prueba es una simple
exoneración, al considerarse que los hechos demuestran por
sí mismos, y prima facie, un principio de responsabilidad.
Al igual que antes se anticipó ocurre con la confusión entre
normas de carga de la prueba y normas sobre la carga de la
prueba y probablemente a consecuencia de
aquella confusión inicial, también se suele confundir con
la inversión de la carga de la prueba cuestiones que propiamente
no tienen que ver con ella sino que son simples relevaciones
de la carga de probar ( relevatio ab honréis probandi) .Esta
confusión es la que lleva a la deducción de que siempre que
se está ante una inversión de la carga de la prueba.
El Tribunal Supremo ha incurrido con suma frecuencia en esta
desviación y no tiene el menor empacho de hablar de la inversión
de la carga de prueba incluso en aquellos casos en los que
estima plenamente acreditados los hechos, como ocurre en supuestos
de culpa exclusiva de la víctima. A mero título ejemplificativo
de esa corriente jurisprudencial, que es amplia y consolidada,
puede verse sentencia del Tribunal Supremo de 8 de octubre
de 1998 (LA LEY; 1998,9340), en la que literalmente se dice
que ". ..la doctrina de esta Sala sostiene que no es
de aplicación la inversión de la carga de la prueba, ni la
presunción de culpabilidad, ni la teoría del riesgo, cuando
se produce el accidente por culpa exclusiva de las víctimas
( sentencia de 28 de octubre de 1998 -LA LEY; 1999,575-; reiterada,
entre otras, por sentencia de 21 de marzo de 1991 -Archivo,
1991, 2406-, insistiéndose en la de 11 de febrero 1992...(IA
LEY; 1992-2,467)"(24).
La razón creo que es bien clara y es que se habla de la carga
y de la inversión de la carga sin hacer referencia propiamente
a las reglas de la carga de la prueba, es decir a esas reglas
de juicio que han de permitir al juez la resolución de conflicto
en el supuesto de falta de prueba de los hechos. Por ello
es por lo que no tiene ningún sentido que se hable de normas
de carga cuando los hechos han resultado acreditados.
IV. La inversión de la carga
de la prueba en el enjuiciamiento de la responsabilidad civil
derivada de accidentes de tráfico
Aunque no es único ámbito en
el que se acude al expediente de la inversión de la carga
de la prueba, sí que el de la responsabilidad aquiliana es
el ámbito por excelencia, el más extendido y conocido de aquellos
en los que se hace aplicación de la doctrina jurisprudencial
de la inversión de la carga de la prueba. y dentro de él el
de la responsabilidad automovilística puede considerarse como
el ámbito originario en el que se gestó incluso esa misma
doctrina.
Es bien conocido que hasta la llamada Ley del Automóvil del
año 1962 las únicas normas de derecho positivo que establecía
el marco dentro del cual se operaba el resarcimiento de los
daños y perjuicios derivados de un accidente de circulación
eran el artículo 1902 del Código Civil y el artículo 19 del
viejo Código Penal. En lo que aquí interesa las referencias
se harán al primero de esos preceptos, aunque no existen diferencias
sustanciales con el segundo.
En los primeros decenios del siglo, que es cuando esta problemática
comienza a acceder a los Tribunales de Justicia, la jurisprudencia
había venido entendiendo que para que pudiera prosperar una
acción de resarcimiento era indispensable que quedara probada
la culpa del conductor, de forma que cuando esa prueba no
se conseguía la demanda se desestimaba sistemáticamente. Por
consiguiente se seguía un principio estrictamente subjetivista
en el enjuiciamiento de la responsabilidad que llevaba al
Tribunal Supremo a estimar que la culpa del conductor demandado
estaba integrada dentro de los hechos constitutivos de la
acción de resarcimiento, de forma que la falta de acreditación
de la misma gravaba al actor, que veía como su pretensión
fracasaba.
Como es fácil pensar, este sistema de enjuiciamiento conducía
a injusticias escandalosas y ello llevó a la doctrina jurisprudencial
a moderarlo o, si se prefiere (y haciendo justicia a la realidad)
, a modificarlo sustancialmente, a partir de los años cincuenta.
Esa modificación, que ha sido sustancial y una de las mejores
conquistas de nuestra jurisprudencia, ha consistido en un
abandono de los postulados subjetivistas y una marcada tendencia
hacia la objetivización de la responsabilidad.
Los resultados a que ha conducido
esa corriente jurisprudencial son bien conocidos y van mucho
más allá de donde los propios términos con los que se expresa
la jurisprudencia permiten hacer pensar. Así, aun cuando la
jurisprudencia no deja de hacer constante referencia a la
"responsabilidad por culpa", particularmente cuando
se propone desestimar una demanda, lo cierto es que el estudio
de la aplicación de la doctrina en los casos concretos refleja
con suma claridad que la "culpa" ha dejado de ser
en realidad, y afortunadamente, un verdadero presupuesto de
la responsabilidad civil.
Lo cierto es que se ha ido hacia
un criterio de determinación de la responsabilidad de corte
similar al que se ha tendido en el ámbito de la responsabilidad
contractual, en el que el factor esencial es el de la distribución
de riesgos. Conforme a este criterio, para determinar si existe
o no responsabilidad, lo que ha de determinarse no es tanto
si el incumplimiento contractual se produjo por culpa de alguna
de las partes, como qué parte debe soportar el riesgo derivado
del incumplimiento, para hacer recaer sobre ella las consecuencias
del mismo, entre ellas la responsabilidad, en su caso.
En el ámbito de la responsabilidad extracontractual, aunque
en forma más matizada o encubierta, ha pasado otro tanto.
Cuando se produce un daño la pregunta a realizarse para repararlo
no es tanto quien es el culpable del mismo, como sobre quien
recae el riesgo de que se haya producido. Se ha pasado de
una concepción sancionadora de la responsabilidad civil a
una concepción esencialmente reparadora en la que la idea
de sanción ha desaparecido.
En esa conversión, el fenómeno
del aseguramiento de la responsabilidad ha tenido un protagonismo
muy importante.
A partir de esa perspectiva puede decirse el principio esencial
definidor de la responsabilidad civil ha sido el conocido
cuius commoda eius incommoda, por virtud del cual los Tribunales
han venido considerando que la responsabilidad (incommoda)
debe recaer sobre aquel que se beneficia (commoda) de la cosa
con la que el daño se produjo. Se ha pasado a hablar así de
una responsabilidad por riesgo, con lo que se quiere significar
que no se responde por culpa del agente del daño, sino por
el mero hecho de que éste se haya producido, a consecuencia
riesgo abstracto que comporta el hecho de utilizar instrumentos
peligrosos. Así se ha dicho que la culpa que presumida y que
el enjuiciamiento de la responsabilidad pasa únicamente por
determinar la "causa" del daño, forma que la relación
causal se convierte en el centro atención en el enjuiciamiento.
Ese importante cambio en el enjuiciamiento, que aquí contemplamos
como una obra ya terminada, a partir de la interpretación
del artículo 1902 del Código Civil, cuesta mucho pensar que
haya podido realizar sin modificar la propia regulación sustantiva.
En realidad nadie pone en duda que el cambio ha implicado,
hecho la propia modificación de aquella norma jurídica de
derecho material sobre responsabilidad, pero hecho de que
esa modificación haya sido forzada por jurisprudencia ha llevado
a querer enmascarar esa realidad.
Esa es la razón por la que el Tribunal Supremo siempre ha
ocultado ese cambio de normas sustantivas bajo una apariencia
de simples cambios en el enjuiciamiento, y particularmente
en un cambio en la forma de concebir las reglas sobre la carga
de la prueba. Ello es lo que llevó a hablar de inversión de
la carga de la prueba.
La culpa pasó de ser presupuesto de la acción de resarcimiento,
uno de los hechos constitutivos que el de mandante debía acreditar,
a quedar simplemente presumida. Con ello, se afirma por la
jurisprudencia, se produce una inversión de la carga de la
prueba. No obstante es fenómeno no fue tan simple como cabría
deducir de lo sencillos términos con los que ha sido explicado,
sino que esa presunción de culpa pasó en sus orígenes, como
ha puesto de manifiesto Cavanillas Múgica, por las siguientes
fases:
1) Una primera fase en la que la presunción de culpa se considera
como simple presunción judicial (es el criterio seguido por
la conocidísima sentencia de 10 de julio de 1943) en la que
la presunción se hace derivar de "un hecho que por sí
solo determine probabilidad de culpa".
2) Una segunda fase estuvo marcada por la expansión de la
apreciación de culpa en beneficio del más débil. Es el paso
previo a la conformación jurisprudencial de la presunción
de culpa como verdadera presunción legal y supuso un paso
intermedio (sentencias del Tribunal Supremo de 14 de octubre
de 1961, 5 de abril de 1963 y 17 de noviembre de 1967).
3) La tercera fase significó ya la definitiva consideración
de la presunción de culpa como presunción legal. Ese cambio
pasa a significar que para que la misma opere ya no es preciso
que se exija una probabilidad de culpa, como se ha visto ocurre
en el caso de presunciones judiciales, sino que la presunción
opera siempre. La consecuencia de ese paso, como el propio
Cavanillas reconoce, es que ya no se está en el ámbito de
la interpretación del artículo 1214 del Código Civil, es decir
en el estricto ámbito de las normas de la carga de la prueba,
sino que se ha rebasado el mismo estableciendo una auténtica
presunción legal, si bien de configuración jurisprudencial
en su origen.
Como es bien conocido, uno de
los ámbitos esenciales, aunque obviamente no el único, en
el que esa doctrina jurisprudencial se fue gestando fue el
de la responsabilidad derivada de accidentes de tráfico, ámbito
en el que seria el propio legislador el que en el año 1962
fuera incluso más allá de donde en aquella época había llegado
la doctrina jurisprudencial. La Ley de Uso y Circulación de
Vehículos a Motor de 24 de diciembre de 1964 introdujo en
nuestro derecho el seguro obligatorio en el ámbito de la conducción
automovilística se introdujo en ese campo ( el de la responsabilidad
civil cubierta por el aseguramiento obligatorio, el principio
de la responsabilidad civil cubierta por el aseguramiento
obligatorio) el principio de la responsabilidad objetiva atenuada,
es decir la consagración del principio de responsabilidad
sin culpa.
El fundamento de esa responsabilidad deja de ser la culpa
y pasa a serlo el riesgo y sólo se atenuaba en los supuestos
en los que el autor del daño acreditara que el mismo se produjo
por culpa exclusiva de la víctima o fuerza mayor extraña a
la conducción o funcionamiento del vehículo. La ambición legislativa
fue tal que el ámbito de aplicación del seguro obligatorio
se establecía que se extendiera tanto a los daños corporales
como a los daños materiales, de forma que puede decirse que
la idea que el legislador albergaba es que toda responsabilidad
civil del automóvil se atuviera a esos principios.
Por ello se ha dicho que fue
una Ley muy avanzada para su tiempo y pagó su atrevimiento,
pues por medio de disposiciones reglamentarias fue dejada
sin efecto en cuanto a los daños materiales y muy amputada
respecto al de los daños personales, en los que el aseguramiento
obligatorio tuvo una cobertura más bien magna.
Lo cierto es que esas disposiciones reglamentarias fueron
las responsables de que en los años siguientes tomara cuerpo
una doble forma de entender la responsabilidad civil en el
ámbito de la circulación, dualismo que aún no hemos superado
y que ha sido elevado a la condición de norma jurídica por
sucesivas reformas legislativas en este ámbito, desde el Decreto
632/1968 de 21 de marzo, por el que se aprobó el Texto Refundido
de La Ley 122/1962 de 24 de diciembre, sobre Uso y Circulación
de Vehículos a Motor a la Ley 30/1995 de 8 de noviembre y
pasando por el Texto Refundido de 1986.
Esos antecedentes sirven para conocer y comprender cuál es
la situación actual de la materia, una situación caracterizada
por ese dualismo perturbador y que no puede tan siquiera considerarse
como una situación pacífica, o pacificada sería más adecuado
decir, a partir de las últimas reformas legislativas, sino
que sigue siendo aún una situación inestable, contra la que
no dejan de alzarse voces críticas, que en ocasiones llegan
incluso a la abierta rebelión.
Ese es el caso de la doctrina
seguida por al menos dos de las Secciones (33. y 43.) de la
Audiencia Provincial de Baleares, que desde un "pronunciamiento"
realizado por la primera de ellas en fecha 4 de marzo de 1991
se han decantado abiertamente por un enjuiciamiento monista,
es decir que asimilan los supuestos de daños materiales a
las de daños personales y estiman que el régimen de la responsabilidad
objetiva atenuada les debe ser de aplicación a ambos(3°).
En cualquier caso esa cuestión por ahora sólo nos interesa
para ilustrar el hecho de que el enjuiciamiento de la responsabilidad
civil en el ámbito del automóvil no se ha desprendido aún
de todos los tics o expedientes que la jurisprudencia fuera
introduciendo con la intención de suavizar los desastrosos
resultados a que conducía la interpretación originaria del
precepto, es decir la concepción subjetivista que sin duda
es la que el legislador del siglo pasado le quiso dar al mismo,
pero que obviamente es inasumible en nuestro tiempo. y uno
de esos expedientes o tics (hoy creo que ha quedado más en
lo segundo que en lo primero) es el de la inversión de la
regla de la carga de la prueba. No olvidamos que es sobre
ello sobre lo que versa nuestro discurso, por lo que tras
ese excursus volvemos de nuevo sobre el tema y lo hacemos
para recordar, primero el carácter instrumental con el que
el Tribunal Supremo acudiera a ella para forzar prácticamente
un cambio legislativo.
Es decir que el Tribunal Supremo
utilizó ese recurso con una finalidad muy clara y que no conviene
olvidar si se quieren evitar algunos errores que pueden proceder
del hecho de que el propio Tribunal Supremo se haya terminado
creyendo lo que decía con las palabras, aunque no tanto con
el ejemplo, que es lo que a la postre de verdad debe interesar.
Lo que quiere decir es que una cosa es que se use el argumento
o expediente de la inversión de la carga para justificar un
cambio jurisprudencial desde la humildad de los instrumentos
con los que cuentan los tribunales para desviarse de la aplicación
de la ley y otra bien distinta que deba terminar siendo víctima
incluso de la propia argumentación.
Y esto último es lo que se estima
ha venido ocurriendo en dos cuestiones que si bien pueden
considerarse algo marginales respecto al núcleo esencial de
esa doctrina de la responsabilidad, son de vital importancia
y trascendencia práctica. Me estoy refiriendo al enjuiciamiento
de los supuestos de caso fortuito y particularmente al de
los daños recíprocos sin prueba de culpa. Como bien dice Medina,
cuando se ha tratado del problema del caso fortuito, "la
propia doctrina jurisprudencial es consciente del vicio de
origen de una teoría del riesgo montada sobre la presunción
de culpa del agente dañoso; y precisamente descubre el sentido
defectivo de esta construcción cuando, situada en el trance
de aplicar la disciplina general, el accidente se ha debido
a un caso fortuito; y en esta tesitura se ve precisada admitir
la insuficiencia de los serviles mecanismos objetivadores
de la culpa presunta...".
El tratamiento que el Tribunal Supremo ha dado , al caso fortuito
en el supuesto de responsabilidad derivada de accidentes de
tráfico y fuera del seguro obligatorio, es decir en el ámbito
de la responsabilidad ex artículo 1902 del Código Civil, admitiendo
la responsabilidad en tales casos del conductor (así sentencias
del Tribunal Supremo de 16 de mayo de 1983 y 19 de octubre
de 1988 -LA LEY; 1989-1, 323-)(32), es bien ilustrativa de
los límites de su propia doctrina sobre la inversión de la
carga de la prueba y la mejor prueba de que su doctrina no
se queda en las normas de la carga de la prueba, en la interpretación
y aplicación en definitiva del artículo 1214 del Código Civil,
sino que va mucho más allá y presenta perfiles clarísimos
de derecho material, como se estima por la práctica totalidad
de los autores que se han ocupa do del tema.
Lo lamentable es que en el segundo de los temas, el de los
daños recíprocos sin prueba de culpa, no se haya acertado
a encontrar una solución también acorde y razonable y se haya
pretendido encontrar la solución a partir de un análisis del
problema que únicamente es aparentemente acertado, porque
se base en la idea (que en sí misma podría llegarse a admitir
como acertada, pero que es equivocada en su aplicación al
caso concreto) de que enfrentadas entre sí dos presunciones
de culpa con la consiguiente inversión de la carga de la prueba
esta inversión debe ceder, es decir debe entenderse enervada,
lo que conduce a la exigencia de que la culpa quede estrictamente
acreditada para que la acción de responsabilidad pueda prosperar.
Sobre el particular nos extendemos en el apartado siguiente;
aquí quede adelantada mi opinión sobre el tema, así como la
idea de que con ese proceder la doctrina jurisprudencial que
la sigue, que es mayoritaria, viene resolviendo estos problemas
con postulados estrictamente culpabilísimos, es decir que
mantiene podría decirse que "secuestrado" el enjuiciamiento
de la responsabilidad bajo los postulados que se seguían en
los primeros decenios de este siglo. .
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