Publicaciones - debate no. 5
 
 

Inversión de la carga de la prueba y enjuiciamiento de los daños recíprocos sin prueba de culpa en la responsabilidad civil del automóvil

Crítica a una jurisprudencia equivocada

Completa revisión crítica de la jurisprudencia creada en torno a la aplicación de las reglas de la carga de la prueba en el ámbito de la responsabilidad civil automovilística.

I. Introducción. Razones para este estudio

Cualquiera que esté próximo al enjuiciamiento de la responsabilidad civil, y particularmente a la responsabilidad civil, en el ámbito de los accidentes de tráfico, conoce de la frecuencia con la que tanto los Tribunales como las propias partes hacen referencia a las reglas de la carga de la prueba. No falta razonamiento sobre responsabilidad civil en el que de una u otra forma esté presente, de forma que todos llegamos a tener la convicción de que debe ser algo de notable importancia en el enjuiciamiento de la responsabilidad civil.

Pero por otra parte resulta chocante que los estudios que la doctrina ha dedicado al tema sean bien escasos, no pasándose de simples referencias marginales.

El interés que mueve a este trabajo no es suplir ese vacío doctrinal, aunque la curiosidad sobre las razones del mismo no fuera ajena a la decisión de llevarlo a cabo.

Esa decisión ha dependido en mucha mayor medida de la incómoda sensación que como juez he sentido cuando me he tenido que enfrentar a casos que había de resolver haciendo aplicación de las reglas de la carga de la prueba. A la dificultad que ese solo hecho ya por sí comporta, lo que lleva a un alto grado de zozobra en todos los casos en los que la decisión del asunto debe depender de la aplicación de las reglas de la carga de la prueba, se le había de añadir una extraña sensación que la lectura de la jurisprudencia me provocaba en ciertos casos, porque, sin saber muy bien por qué, los argumentos que se utilizaban en la argumentación jurisprudencial no me resulta tan convincentes. Este trabajo me ha ofrecido la posibilidad de hacer una más profunda reflexión sobre alguno de esos temas, que las prisas del hacer cotidiano me impedían, pero que por otra parte estaba seguro de que necesitaba hacer.

En buena parte mi zozobra procedía de las cosas tan extrañas que se llegan a leer estudiando la jurisprudencia sobre la carga de la prueba y que se tiene la incómoda sensación de que no tienen en absoluto nada que ver con la misma. Pero particularmente me preocupaban algunas de las tomas de postura jurisprudenciales sobre temas muy controvertidos y difíciles que se justifican por la jurisprudencia desde la perspectiva de la carga de la prueba, o de su inversión, o la enervación de la misma, o neutralización de la inversión. He de reconocer que el estudio del tema, que empezó obedeciendo a una simple inquietud, ha terminado convirtiéndose en casi una pasión. 

La razón está en que he podido comprender conforme he ido avanzando en el estudio que me estaba enfrentando a una materia en la que los Tribunales estamos haciendo verdaderas barbaridades. y lo más triste es llegar al convencimiento de que va a resultar muy difícil que se rectifique la línea que se está siguiendo, por más que, como se verá, el error es grave y evidente y sus consecuencias un atentado hacia nuestra sociedad, que no se merece que aún se estén siguiendo en algunas materias criterios impropios de nuestro tiempo.

Esas duras apreciaciones obligan a adelantar que las estoy refiriendo a un tema muy concreto, el del enjuiciamiento de los daños recíprocos sin prueba de culpa, problema que la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo resolvió en falso hace algunos años, no atinando con una buena solución y que por ello es hoy un tema abierto a la disputa en la doctrina de las Audiencias Provinciales. No se ha ni que decir que éste no es un tema menor, sino que es un tema de gran envergadura en e enjuiciamiento de la responsabilidad civil derivada de los accidentes de tráfico, de forma que por sí mismo ya justifica este trabajo.

Como se ha adelantado, la opinión que se sostienes muy crítica sobre la línea jurisprudencial absolutamente mayoritaria, que se considera absolutamente desacertada y una especie de "cuarto de los horrores". Se tiene la sensación de que en esta materia la jurisprudencia mayoritaria se ha instalado en la solución más cómoda de las posibles desafiando al más elemental sentido de la justicia, imponiendo soluciones completamente contradictorias con el abierto sentido objetivador que la propia jurisprudencia ha ido incorporando al enjuiciamiento de la responsabilidad civil y, la que es peor, fundando esa doctrina sobre un argumentación que, aunque aparenta ser irrefutable, no tiene la menor consistencia.

Estudiando esta cuestión no resulta fácil sustraerse a la sensación de que con mucha frecuencia la aplicación de esa nefasta doctrina jurisprudencial en realidad está enmascarando auténticas infracciones del principio de non liquere. Y en algún sentido incluso la propia doctrina puede considerarse que, más que hacer aplicación e las reglas de la carga de la prueba, la que hace es dar cabida en forma indirecta al non liquet.

II. La carga de la prueba

Es bien conocido que uno de los principios esenciales sobre los que se apoya nuestro proceso civil es el de aportación de parte (iudex iudicet secundum alegata et probata partium) conforme al cual son las partes las responsables principales de la prueba. A las partes les incumbe la carga (que no el deber) de introducir en el proceso los hechos sobre los que funden sus pretensiones y, además, acreditarlos. 

A partir de aquí se llega con una cierta facilidad a la idea de que las normas sobre la carga de la prueba son las normas que sirven para determinar cómo se hace el reparto entre las partes de esa carga de probar, la que no es del todo cierto, pues sólo en forma muy impropia puede hablarse de la carga de la prueba en ese sentido. En realidad las normas sobre la carga de la prueba cuando entran en juego es cuando el juez se dispone a dictar sentencia y no siempre, sino únicamente en el caso de que no sepa a quien dar la razón, a consecuencia de la falta de prueba de los hechos fundamentales del proceso.

Por eso se ha dicho que la carga de la prueba se presenta como un expediente técnico que el legislador, recogiendo la experiencia de la historia jurídica, ha puesto en manos del Juez para que con él salve al proceso del punto muerto que significa un non liquet.

La carga de la prueba es por lo tanto una regla de juicio que se dirige al Juez, y que le permite resolver la controversia ante él entablada en aquellos casos en los que la actividad probatoria desarrollada en el proceso no ha sido suficiente para convencerle sobre la certeza de los hechos introducidos.
La finalidad que cumple esa regla de juicio es, como dice Corbal, determinar para quién ha de producirse las consecuencias desfavorables en el caso de que un hecho no haya resultado probado.

El fundamento de la misma se encuentra como afirma Serra Dornínguez, en la obligación de fallar que pesa en todo caso sobre el juez, la conocida como prohibición de non liquet.

De ello resulta que las normas sobre la carga de la prueba no persiguen como finalidad la de determinar quién tiene la obligación de probar, aunque es lógico pensar que de forma indirecta las normas sobre la carga de la prueba puedan tener un peso trascendental para dar respuesta a esta cuestión. Por ello sobre la carga de la prueba no puede hablarse, como con tanta frecuencia se hace parte del Tribunal Supremo, con referencia a situaciones o actividades distintas a las del estricto momento de la sentencia. 

Es decir, que no cabe hablar, al menos con precisión conceptual, sobre la carga de prueba como, un conjunto de normas apriorísticas, susceptibles de determinar sobre cuál de las partes pesa la carga de acreditar determinado hecho, sino que únicamente son normas que persiguen orientar el juicio que debe emitir el juez sobre los hechos alegados por las partes, para tomarlos como acreditados o como no acreditados, y resolver en consonancia el conflicto que las enfrenta.

Por eso se ha dicho que no cabe tomar en consideración el tema de la carga de la prueba en período es admisible la fórmula que a veces se sigue en la redacción de sentencias .consistente en hacer un reparto previo de la carga de prueba, o anticipar una alusión sobre su incumbencia, cuando luego resulta que los hechos están probados. La carga de la prueba tiene un carácter supletorio, en el sentido de que entra en función después de la apreciación o valoración de la prueba y del discurso lógico del juez con el que se integra el acervo fáctico.

Para distinguir esas dos inversas acepciones de las que es común hablar de la carga de la prueba Cortés propone distinguir entre dos conceptos:

1) Normas de la carga de la prueba, es decir las reglas de juicio cuyo único destinatario es el Juez y que integran lo que es propiamente la carga de la prueba, reglas que tienen un indudable carácter procesal. El ejemplo de normas de este tipo podría ser el del artículo 1214 del Código Civil, únicas normas positivizadas con las que nuestro ordenamiento regula esta materia;

2) Normas sobre la carga de la prueba, que son normas de carácter material, que cumplen una labor meramente especificadora. Ejemplo de ellas podría ser las diversas presunciones que nuestro derecho incorpora, como la de buena fe (artículo 434 del Código Civil) .

Retener esta distinción es muy importante, porque el Tribunal Supremo no siempre distingue entre ellas, particularmente en el ámbito del enjuiciamiento sobre la responsabilidad civil, y ello tiene una decisiva trascendencia práctica en el punto al que nos proponemos llegar, el del enjuiciamiento de los daños recíprocos. La doctrina mayoritaria sobre esta cuestión, como se verá con detenimiento más adelante, se apoya precisamente en una confusión conceptual entre las normas de la carga de la prueba y normas sobre la carga de la prueba, de forma tal que el argumento esencial que ha llevado a la lamentable perpetuación de esa doctrina se desvanece, si se afina en esa distinción conceptual. Pero es muy pronto aún para abordar esa cuestión. Antes se han de dar muchos pasos previos que permitan conocer las claves de esa confusión terminológica y conceptual.

Estas segundas normas de carácter material son consideradas por Serra Domínguez como "reglas legales de distribución de la carga de la prueba", aduciendo que su característica esencial es eximir a una parte de la necesidad de la prueba, en vista de la dificultad o imposibilidad práctica que podría derivarse de la exigencia de prueba. Atendida esa misma idea creo que es más razonable seguir el criterio que en este punto sigue la doctrina mayoritaria, que no las considera propiamente como reglas de carga, sino como normas de exoneración o exención de la prueba.
No cabe hablar sobre la carga de la prueba como un conjunto de normas apriorísticas, susceptibles de determinar sobre cuál de las partes pesa la carga de acreditar determinado hecho, sino que únicamente son normas que persiguen orientar el juicio que deba emitir el juez sobre los hechos alegados por las partes, para tomarlos como acreditados o como no acreditados, y resolver en consonancia el conflicto que las enfrenta.

Por otra parte, también es preciso destacar la enorme importancia que tienen las normas de la carga de la prueba, importancia que debe ser subrayada desde las diversas perspectivas en las que puede ser contemplada:

I) Por la frecuencia con la que es preciso acudir a ellas para resolver la cuestión objeto del proceso.

2) Por el efecto indirecto o de irradiación que con llevan sobre la iniciativa probatoria de las partes.

3) Por su propio rango, que ha sido destacado en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, donde ha sido considerada como normas susceptibles de ser integradas dentro del cuadro de derechos fundamentales intraprocesales que se incorporan al artículo 24 de la Constitución.

En este último sentido se ha de decir que Jos pronunciamientos del Tribunal Constitucional en los que ha estado en juego la distribución de la carga de la prueba, si bien no son muy numerosos, sí que son importantes. El más conocido de ellos, por el gran revuelo que en su día originó a consecuencia de la reacción que suscitó en la Sala la. del Tribunal Supremo, es la sentencia 7/1994 de 17 de enero en la que se anuló una sentencia de la Sala 1 a. y se declaró firme la de instancia, por estimarse en definitiva que el Tribunal Supremo había aplicado incorrectamente una norma sobre la carga de la prueba. 

En el mismo sentido, con más claridad incluso si sabe, puede verse sentencia del Tribunal Constitucional 227/ 1991 de 28 de noviembre (LA LEY; 1992-2,3 ), pronunciamiento en el que el Tribunal Constitucional concedió amparo frente a una resolución de la jurisdicción social en la que se denegaba una prestación (pensión de viudez) con el fundamento de que no había resultado acreditada la cotización.

La razón que lleva al Tribunal Constitucional a conceder amparo por esta causa estriba en que los órganos jurisdiccionales hayan realizado una interpretación y valoración irrazonable, arbitraria o inmotivada (así, sentencia del Tribunal Constitucional 26/1993) (LA LEY; 1993-3, 150). Y es completamente razonable que así se haya procedido por parte del Alto Tribunal, pues la aplicación de las normas relativas a la carga de la prueba no puede ser considerada, como con alguna ligereza se ha considerado en algunas resoluciones de inadmisión a trámite, una simple cuestión de legalidad ordinaria, sino que es una cuestión que está directamente entroncada con el núcleo mismo del derecho de acceso a la tutela que se consagra como derecho fundamental en el artículo 24.1 de la Constitución española.

Que no se haya querido entrar de lleno en el tema de la carga de la prueba y se hayan buscado subterfugios más o menos disimulados para que parezca que no se entra es comprensible, porque por aquí se podrá abrir una brecha excesivamente amplia al amparo constitucional, algo que con toda razón debe asustar al propio Tribunal por las consecuencias prácticas que podrá acarrear. 

Pero esos asuntos en los que puede considerarse se ha producido una violación grosera de la norma sobre la carga de la prueba son suficientes para que haya quedado claramente de manifiesto que existe en este ámbito un gran riesgo de violación de derechos fundamentales, cuando el uso que se haga de las normas sobre la carga de la prueba por parte de los Tribunales no sea el razonable.

Y si la cuestión tiene este perfil es debido a su propia naturaleza, a que no exista un criterio exacto y plenamente convincente que haya podido ser elevado a la condición de dogma, sea con rango legal, o con el de solución introducida por la creación jurisprudencia!. Como dice Serra Domínguez, con las reglas legales de distribución de la carga de la prueba el legislador no ha podido contemplar todos los supuestos, sino únicamente los más frecuentes considerados abstractamente. 

Pero en cada caso concreto existen circunstancias que pueden hacer aconsejable una excepción al principio general sobre la carga de la prueba, lo que lleva a que no sea ni posible ni conveniente que eso lo haga el legislador, sino que debe quedar necesariamente un margen al juez para que pueda hacer aplicación en el caso de esas excepciones al principio. 

Ese carácter tan especial de las reglas sobre la carga de la aprueba se ha puesto de manifiesto con la dificultad incluso de encontrar un criterio general. Así desde los clásicos postulados del principio de que la carga de la prueba corresponde a quien afirma, no a quien niega, se ha ido pasando por el principio que se suele considerar que corresponde al demandante la carga de la prueba de los hechos normalmente constitutivos de su derecho y al demandado la carga de los hechos impeditivos, extintivos y excluyentes. 

Pero esta teoría, que es la más comúnmente aceptada como criterio esencial sobre el reparto de la carga de la prueba, no resuelve muchos problemas, ya que presenta la dificultad de determinar cuándo un hecho sea constitutivo, impeditivo, extintivo o excluyente, y de la posible variabilidad de la distinción según cual sea el fundamento de la causa de pedir. Ello ha llevado a que se hayan ido asentando y hoy pueda considerarse que hayan tomado plena carta de naturaleza principios correctores de aquel criterio, como son el principio o criterio de la normalidad y el de la facilidad probatoria, entre los más conocidos.

Por virtud del criterio de la normalidad no se debe probar lo que es normal y puede presumirse (suponerse) , sino lo que es anormal, El principio de normalidad se ha dicho que constituye una manifestación de las máximas de la experiencia humana y se funda en la idea de que es obvio que si algo se repite o sucede con una cierta frecuencia se convierte en normal, por lo que el acaecimiento contrario se considera anormal y debe probarse. 

El criterio de la facilidad valora las posibilidades probatorias concretas de las partes, desplazando la carga probatoria de una a otra según criterios de mayor facilidad o dificultad. Las resoluciones en las que se acoge ese principio son muy numerosas y van desde las que antes se han citado del Tribunal Constitucional, hasta resoluciones del Tribunal Supremo que se remonta a su sentencia de 3 de junio de 1935(17).

Esos principios o criterios a los que me acabo de referir constituyen hoy las reglas básicas de juego en materia de carga de la prueba. En cuanto al futuro próximo, parece que las cosas van a ir por esos mismos derroteros, como es posible deducir del texto de la Ley de Enjuiciamiento Civil que se encuentra en estos momentos en trámite de aprobación parlamentaria y que dedica un amplio precepto al tema de la carga de la prueba, el artículo 219(18), que sigue esos mismos principios a los que acabo de hacer referencia.

III. La llamada inversión de la carga de la prueba

Los Tribunales hablan muy frecuentemente de la inversión de la carga de prueba. Sobre lo que debe o puede considerarse como inversión de la carga de la prueba no es pacífica la doctrina y para evitar que la cuestión se pueda quedar en un problema de terminología se estima que debe distinguirse entre un concepto de inversión de la carga de la prueba en sentido estricto, es decir, como un "trasvase de los hechos a probar de una parte a la otra", de una inversión en sentido amplio, comprensivo de lo que le suele considerar como simples relevaciones o exoneraciones, ya lo que es preferible referirse, como hace Cortés, como simple modificación de la carga de la prueba.

Como afirma Valentín Cortés, la regla genere que se recoge en el artículo 1214 del Código Civil sufre no pocas modificaciones que provienen en la mayoría de los casos de la Ley, otras están establecidas por la jurisprudencia del Tribunal Supremo y otras impuestas por la voluntad de las partes. Para este autor no puede hablarse propiamente de una inversión de la carga de prueba, que sería inadmisible, sino de supuestos de modificación y exoneración. 

Así ocurre:
1) cuando la le establece presunciones legales o cuando las partes utilizan en el proceso el juego presuntivo, llevando al juez la valoración probatoria por la llamada prueba de presunciones; 2) cuando por imperio de la ley o dictado de la jurisprudencia o pacto entre las partes lo que se produce es un cambio en la distribución de la carga de prueba, al producirse exoneraciones de la carga para alguno de los hechos constitutivos de la acción o excepción. Sor los conocidos como supuestos de falsas presunciones con verdades interinas, en las que el hecho presumido es un hecho exonerado de prueba. Así ocurre, según opina Cortés, opinión que comparto, en los supuestos de culpa extracontractual del artículo 1902 del Código Civil, en los que realmente lo que se está produciendo más que una inversión de la carga de la prueba es una simple exoneración, al considerarse que los hechos demuestran por sí mismos, y prima facie, un principio de responsabilidad.

Al igual que antes se anticipó ocurre con la confusión entre normas de carga de la prueba y normas sobre la carga de la prueba y probablemente a consecuencia de
aquella confusión inicial, también se suele confundir con la inversión de la carga de la prueba cuestiones que propiamente no tienen que ver con ella sino que son simples relevaciones de la carga de probar ( relevatio ab honréis probandi) .Esta confusión es la que lleva a la deducción de que siempre que se está ante una inversión de la carga de la prueba.

El Tribunal Supremo ha incurrido con suma frecuencia en esta desviación y no tiene el menor empacho de hablar de la inversión de la carga de prueba incluso en aquellos casos en los que estima plenamente acreditados los hechos, como ocurre en supuestos de culpa exclusiva de la víctima. A mero título ejemplificativo de esa corriente jurisprudencial, que es amplia y consolidada, puede verse sentencia del Tribunal Supremo de 8 de octubre de 1998 (LA LEY; 1998,9340), en la que literalmente se dice que ". ..la doctrina de esta Sala sostiene que no es de aplicación la inversión de la carga de la prueba, ni la presunción de culpabilidad, ni la teoría del riesgo, cuando se produce el accidente por culpa exclusiva de las víctimas ( sentencia de 28 de octubre de 1998 -LA LEY; 1999,575-; reiterada, entre otras, por sentencia de 21 de marzo de 1991 -Archivo, 1991, 2406-, insistiéndose en la de 11 de febrero 1992...(IA LEY; 1992-2,467)"(24).

La razón creo que es bien clara y es que se habla de la carga y de la inversión de la carga sin hacer referencia propiamente a las reglas de la carga de la prueba, es decir a esas reglas de juicio que han de permitir al juez la resolución de conflicto en el supuesto de falta de prueba de los hechos. Por ello es por lo que no tiene ningún sentido que se hable de normas de carga cuando los hechos han resultado acreditados.

IV. La inversión de la carga de la prueba en el enjuiciamiento de la responsabilidad civil derivada de accidentes de tráfico

Aunque no es único ámbito en el que se acude al expediente de la inversión de la carga de la prueba, sí que el de la responsabilidad aquiliana es el ámbito por excelencia, el más extendido y conocido de aquellos en los que se hace aplicación de la doctrina jurisprudencial de la inversión de la carga de la prueba. y dentro de él el de la responsabilidad automovilística puede considerarse como el ámbito originario en el que se gestó incluso esa misma doctrina.

Es bien conocido que hasta la llamada Ley del Automóvil del año 1962 las únicas normas de derecho positivo que establecía el marco dentro del cual se operaba el resarcimiento de los daños y perjuicios derivados de un accidente de circulación eran el artículo 1902 del Código Civil y el artículo 19 del viejo Código Penal. En lo que aquí interesa las referencias se harán al primero de esos preceptos, aunque no existen diferencias sustanciales con el segundo.

En los primeros decenios del siglo, que es cuando esta problemática comienza a acceder a los Tribunales de Justicia, la jurisprudencia había venido entendiendo que para que pudiera prosperar una acción de resarcimiento era indispensable que quedara probada la culpa del conductor, de forma que cuando esa prueba no se conseguía la demanda se desestimaba sistemáticamente. Por consiguiente se seguía un principio estrictamente subjetivista en el enjuiciamiento de la responsabilidad que llevaba al Tribunal Supremo a estimar que la culpa del conductor demandado estaba integrada dentro de los hechos constitutivos de la acción de resarcimiento, de forma que la falta de acreditación de la misma gravaba al actor, que veía como su pretensión fracasaba.

Como es fácil pensar, este sistema de enjuiciamiento conducía a injusticias escandalosas y ello llevó a la doctrina jurisprudencial a moderarlo o, si se prefiere (y haciendo justicia a la realidad) , a modificarlo sustancialmente, a partir de los años cincuenta. Esa modificación, que ha sido sustancial y una de las mejores conquistas de nuestra jurisprudencia, ha consistido en un abandono de los postulados subjetivistas y una marcada tendencia hacia la objetivización de la responsabilidad. 

Los resultados a que ha conducido esa corriente jurisprudencial son bien conocidos y van mucho más allá de donde los propios términos con los que se expresa la jurisprudencia permiten hacer pensar. Así, aun cuando la jurisprudencia no deja de hacer constante referencia a la "responsabilidad por culpa", particularmente cuando se propone desestimar una demanda, lo cierto es que el estudio de la aplicación de la doctrina en los casos concretos refleja con suma claridad que la "culpa" ha dejado de ser en realidad, y afortunadamente, un verdadero presupuesto de la responsabilidad civil. 

Lo cierto es que se ha ido hacia un criterio de determinación de la responsabilidad de corte similar al que se ha tendido en el ámbito de la responsabilidad contractual, en el que el factor esencial es el de la distribución de riesgos. Conforme a este criterio, para determinar si existe o no responsabilidad, lo que ha de determinarse no es tanto si el incumplimiento contractual se produjo por culpa de alguna de las partes, como qué parte debe soportar el riesgo derivado del incumplimiento, para hacer recaer sobre ella las consecuencias del mismo, entre ellas la responsabilidad, en su caso.

En el ámbito de la responsabilidad extracontractual, aunque en forma más matizada o encubierta, ha pasado otro tanto. Cuando se produce un daño la pregunta a realizarse para repararlo no es tanto quien es el culpable del mismo, como sobre quien recae el riesgo de que se haya producido. Se ha pasado de una concepción sancionadora de la responsabilidad civil a una concepción esencialmente reparadora en la que la idea de sanción ha desaparecido. 

En esa conversión, el fenómeno del aseguramiento de la responsabilidad ha tenido un protagonismo muy importante.
A partir de esa perspectiva puede decirse el principio esencial definidor de la responsabilidad civil ha sido el conocido cuius commoda eius incommoda, por virtud del cual los Tribunales han venido considerando que la responsabilidad (incommoda) debe recaer sobre aquel que se beneficia (commoda) de la cosa con la que el daño se produjo. Se ha pasado a hablar así de una responsabilidad por riesgo, con lo que se quiere significar que no se responde por culpa del agente del daño, sino por el mero hecho de que éste se haya producido, a consecuencia riesgo abstracto que comporta el hecho de utilizar instrumentos peligrosos. Así se ha dicho que la culpa que presumida y que el enjuiciamiento de la responsabilidad pasa únicamente por determinar la "causa" del daño, forma que la relación causal se convierte en el centro atención en el enjuiciamiento.

Ese importante cambio en el enjuiciamiento, que aquí contemplamos como una obra ya terminada, a partir de la interpretación del artículo 1902 del Código Civil, cuesta mucho pensar que haya podido realizar sin modificar la propia regulación sustantiva. En realidad nadie pone en duda que el cambio ha implicado, hecho la propia modificación de aquella norma jurídica de derecho material sobre responsabilidad, pero hecho de que esa modificación haya sido forzada por jurisprudencia ha llevado a querer enmascarar esa realidad.

Esa es la razón por la que el Tribunal Supremo siempre ha ocultado ese cambio de normas sustantivas bajo una apariencia de simples cambios en el enjuiciamiento, y particularmente en un cambio en la forma de concebir las reglas sobre la carga de la prueba. Ello es lo que llevó a hablar de inversión de la carga de la prueba.

La culpa pasó de ser presupuesto de la acción de resarcimiento, uno de los hechos constitutivos que el de mandante debía acreditar, a quedar simplemente presumida. Con ello, se afirma por la jurisprudencia, se produce una inversión de la carga de la prueba. No obstante es fenómeno no fue tan simple como cabría deducir de lo sencillos términos con los que ha sido explicado, sino que esa presunción de culpa pasó en sus orígenes, como ha puesto de manifiesto Cavanillas Múgica, por las siguientes fases:

1) Una primera fase en la que la presunción de culpa se considera como simple presunción judicial (es el criterio seguido por la conocidísima sentencia de 10 de julio de 1943) en la que la presunción se hace derivar de "un hecho que por sí solo determine probabilidad de culpa".

2) Una segunda fase estuvo marcada por la expansión de la apreciación de culpa en beneficio del más débil. Es el paso previo a la conformación jurisprudencial de la presunción de culpa como verdadera presunción legal y supuso un paso intermedio (sentencias del Tribunal Supremo de 14 de octubre de 1961, 5 de abril de 1963 y 17 de noviembre de 1967).

3) La tercera fase significó ya la definitiva consideración de la presunción de culpa como presunción legal. Ese cambio pasa a significar que para que la misma opere ya no es preciso que se exija una probabilidad de culpa, como se ha visto ocurre en el caso de presunciones judiciales, sino que la presunción opera siempre. La consecuencia de ese paso, como el propio Cavanillas reconoce, es que ya no se está en el ámbito de la interpretación del artículo 1214 del Código Civil, es decir en el estricto ámbito de las normas de la carga de la prueba, sino que se ha rebasado el mismo estableciendo una auténtica presunción legal, si bien de configuración jurisprudencial en su origen.

Como es bien conocido, uno de los ámbitos esenciales, aunque obviamente no el único, en el que esa doctrina jurisprudencial se fue gestando fue el de la responsabilidad derivada de accidentes de tráfico, ámbito en el que seria el propio legislador el que en el año 1962 fuera incluso más allá de donde en aquella época había llegado la doctrina jurisprudencial. La Ley de Uso y Circulación de Vehículos a Motor de 24 de diciembre de 1964 introdujo en nuestro derecho el seguro obligatorio en el ámbito de la conducción automovilística se introdujo en ese campo ( el de la responsabilidad civil cubierta por el aseguramiento obligatorio, el principio de la responsabilidad civil cubierta por el aseguramiento obligatorio) el principio de la responsabilidad objetiva atenuada, es decir la consagración del principio de responsabilidad sin culpa. 

El fundamento de esa responsabilidad deja de ser la culpa y pasa a serlo el riesgo y sólo se atenuaba en los supuestos en los que el autor del daño acreditara que el mismo se produjo por culpa exclusiva de la víctima o fuerza mayor extraña a la conducción o funcionamiento del vehículo. La ambición legislativa fue tal que el ámbito de aplicación del seguro obligatorio se establecía que se extendiera tanto a los daños corporales como a los daños materiales, de forma que puede decirse que la idea que el legislador albergaba es que toda responsabilidad civil del automóvil se atuviera a esos principios. 

Por ello se ha dicho que fue una Ley muy avanzada para su tiempo y pagó su atrevimiento, pues por medio de disposiciones reglamentarias fue dejada sin efecto en cuanto a los daños materiales y muy amputada respecto al de los daños personales, en los que el aseguramiento obligatorio tuvo una cobertura más bien magna.

Lo cierto es que esas disposiciones reglamentarias fueron las responsables de que en los años siguientes tomara cuerpo una doble forma de entender la responsabilidad civil en el ámbito de la circulación, dualismo que aún no hemos superado y que ha sido elevado a la condición de norma jurídica por sucesivas reformas legislativas en este ámbito, desde el Decreto 632/1968 de 21 de marzo, por el que se aprobó el Texto Refundido de La Ley 122/1962 de 24 de diciembre, sobre Uso y Circulación de Vehículos a Motor a la Ley 30/1995 de 8 de noviembre y pasando por el Texto Refundido de 1986.

Esos antecedentes sirven para conocer y comprender cuál es la situación actual de la materia, una situación caracterizada por ese dualismo perturbador y que no puede tan siquiera considerarse como una situación pacífica, o pacificada sería más adecuado decir, a partir de las últimas reformas legislativas, sino que sigue siendo aún una situación inestable, contra la que no dejan de alzarse voces críticas, que en ocasiones llegan incluso a la abierta rebelión. 

Ese es el caso de la doctrina seguida por al menos dos de las Secciones (33. y 43.) de la Audiencia Provincial de Baleares, que desde un "pronunciamiento" realizado por la primera de ellas en fecha 4 de marzo de 1991 se han decantado abiertamente por un enjuiciamiento monista, es decir que asimilan los supuestos de daños materiales a las de daños personales y estiman que el régimen de la responsabilidad objetiva atenuada les debe ser de aplicación a ambos(3°).

En cualquier caso esa cuestión por ahora sólo nos interesa para ilustrar el hecho de que el enjuiciamiento de la responsabilidad civil en el ámbito del automóvil no se ha desprendido aún de todos los tics o expedientes que la jurisprudencia fuera introduciendo con la intención de suavizar los desastrosos resultados a que conducía la interpretación originaria del precepto, es decir la concepción subjetivista que sin duda es la que el legislador del siglo pasado le quiso dar al mismo, pero que obviamente es inasumible en nuestro tiempo. y uno de esos expedientes o tics (hoy creo que ha quedado más en lo segundo que en lo primero) es el de la inversión de la regla de la carga de la prueba. No olvidamos que es sobre ello sobre lo que versa nuestro discurso, por lo que tras ese excursus volvemos de nuevo sobre el tema y lo hacemos para recordar, primero el carácter instrumental con el que el Tribunal Supremo acudiera a ella para forzar prácticamente un cambio legislativo. 

Es decir que el Tribunal Supremo utilizó ese recurso con una finalidad muy clara y que no conviene olvidar si se quieren evitar algunos errores que pueden proceder del hecho de que el propio Tribunal Supremo se haya terminado creyendo lo que decía con las palabras, aunque no tanto con el ejemplo, que es lo que a la postre de verdad debe interesar.

Lo que quiere decir es que una cosa es que se use el argumento o expediente de la inversión de la carga para justificar un cambio jurisprudencial desde la humildad de los instrumentos con los que cuentan los tribunales para desviarse de la aplicación de la ley y otra bien distinta que deba terminar siendo víctima incluso de la propia argumentación. 

Y esto último es lo que se estima ha venido ocurriendo en dos cuestiones que si bien pueden considerarse algo marginales respecto al núcleo esencial de esa doctrina de la responsabilidad, son de vital importancia y trascendencia práctica. Me estoy refiriendo al enjuiciamiento de los supuestos de caso fortuito y particularmente al de los daños recíprocos sin prueba de culpa. Como bien dice Medina, cuando se ha tratado del problema del caso fortuito, "la propia doctrina jurisprudencial es consciente del vicio de origen de una teoría del riesgo montada sobre la presunción de culpa del agente dañoso; y precisamente descubre el sentido defectivo de esta construcción cuando, situada en el trance de aplicar la disciplina general, el accidente se ha debido a un caso fortuito; y en esta tesitura se ve precisada admitir la insuficiencia de los serviles mecanismos objetivadores de la culpa presunta...".

El tratamiento que el Tribunal Supremo ha dado , al caso fortuito en el supuesto de responsabilidad derivada de accidentes de tráfico y fuera del seguro obligatorio, es decir en el ámbito de la responsabilidad ex artículo 1902 del Código Civil, admitiendo la responsabilidad en tales casos del conductor (así sentencias del Tribunal Supremo de 16 de mayo de 1983 y 19 de octubre de 1988 -LA LEY; 1989-1, 323-)(32), es bien ilustrativa de los límites de su propia doctrina sobre la inversión de la carga de la prueba y la mejor prueba de que su doctrina no se queda en las normas de la carga de la prueba, en la interpretación y aplicación en definitiva del artículo 1214 del Código Civil, sino que va mucho más allá y presenta perfiles clarísimos de derecho material, como se estima por la práctica totalidad de los autores que se han ocupa do del tema.

Lo lamentable es que en el segundo de los temas, el de los daños recíprocos sin prueba de culpa, no se haya acertado a encontrar una solución también acorde y razonable y se haya pretendido encontrar la solución a partir de un análisis del problema que únicamente es aparentemente acertado, porque se base en la idea (que en sí misma podría llegarse a admitir como acertada, pero que es equivocada en su aplicación al caso concreto) de que enfrentadas entre sí dos presunciones de culpa con la consiguiente inversión de la carga de la prueba esta inversión debe ceder, es decir debe entenderse enervada, lo que conduce a la exigencia de que la culpa quede estrictamente acreditada para que la acción de responsabilidad pueda prosperar. 

Sobre el particular nos extendemos en el apartado siguiente; aquí quede adelantada mi opinión sobre el tema, así como la idea de que con ese proceder la doctrina jurisprudencial que la sigue, que es mayoritaria, viene resolviendo estos problemas con postulados estrictamente culpabilísimos, es decir que mantiene podría decirse que "secuestrado" el enjuiciamiento de la responsabilidad bajo los postulados que se seguían en los primeros decenios de este siglo. .

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