Aún no terminadas
estas manifestaciones, cuando Hidalgo, al pasar casualmente por
la casa donde se aposentaba Jiménez, pudo enterarse de
una proposición de indulto acabada de recibir y que discutían
este jefe y Allende. Era un oficio del General José de
la Cruz, fechada el 28 de febrero en Guadalajara y dirigido a
él, adjuntándole el indulto expedido por las Cortes
Generales Extraordinarias de España, a favor de las colonias
sublevadas, y promulgado por el virrey Venegas, a cuyo nombre
de la Cruz proponía al Cura se acogiera a tal gracia, con
“el debido reconocimiento a la legítima autoridad
soberana establecida en la madre patria” y porque era ya
“el último instante de piedad que la suerte le deparaba”,
debiendo hacer cesar las hostilidades, de estar conforme, y contestar
dentro del término de veinticuatro horas.
La comunicación había
venido por la vía de Querétaro, de donde Rebollo
la hizo llagar a su destino por conducto de Blancas, quien a su
vez hubo de mandarla poner en manos de Allende. Discutida, entonces,
también por Hidalgo, acordaron desde luego no acogerse
al indulto, por la restricción que para ellos personalmente
entrañaba, corriendo de cuenta de Allende, ahora jefe supremo,
hacerlo o no del conocimiento del ejército, como no lo
hizo. Propuso el Cura un borrador, para la contestación
que debía darse directamente al Virrey, y aceptado tal
vez solo en parte por el militar, éste se encargó
de enviar, antes de las veinticuatro horas, la respuesta, a nombre
de los dos, pero sin pedir firma a su antiguo jefe. Decía
así:
“D. Miguel
Hidalgo y D. Ignacio Allende, jefes nombrados por la nación
mexicana para defender sus derechos, en respuesta al indulto mandado
extender por el Sr. D. Francisco Xavier Venegas y del que se pide
contestación, dicen: que en desempeño de su nombramiento
y de la obligación que como a patriotas americanos les
estrecha, no dejarán las armas de la mano, hasta no haber
arrancado de la de los opresores la inestimable alhaja de su libertad...
"
La respuesta era
noble por la valentía y el patriotismo de sus autores,
y como protesta contra la dominación española, pues
la revolución se había propagado en la mayor parte
del país.
Por otra parte,
urgía a los caudillos de la revolución conjurar
un movimiento reaccionario que se iniciaba en Monclova, formando
consejo de guerra en varios comisionados cuyos procedimientos
eran allí notoriamente malos, e ir a la capital de Texas
a sofocar la franca contrarrevolución.
Calleja, que ya casi
no daba señales de vida, en San Luis Potosí, con
fecha 18 de marzo propuso al Virrey un nuevo plan, pero ahora
para acabar con la insurrección en el Norte, antes de que
el ejército insurgente pudiera rehacerse y aliarse con
los Estados Unidos; plan que no mereció la atención,
menos la aprobación, del mandatario del Reino.
Desde que Hidalgo
y Allende estaban en Saltillo, se venía fraguando ocultamente
una contrarrevolución, o más bien un plan para aprehenderlos
a ellos y a los demás jefes principales que los acompañaban.
En camino rumbo
al Norte el grueso de las fuerzas rebeldes, confiado y con poca
gente, Rayón en Saltillo, y ya bien cuajados los planes
de la conspiración, de la que era principal motor Elizondo,
en el ir y venir entre su hacienda Santa Rosa y Monclova, constantemente
aconsejado por Royuela, los conspiradores creyeron llegado el
momento de aprehender a Aranda, y la noche del 17 de marzo, aprovechando
la distracción del gobernador, el comandante de armas Rábago,
y don Tomás Flores, se pusieron de acuerdo, y antes de
proceder a lo convenido, celebraron un junta en la Loma de la
ermita de la Virgen de Zapopan, y Rábago comisionó
a un hijo de Flores para que siguiese los pasos de Aranda, hasta
entregarlo en manos de Elizondo, encargado de hacer la aprehensión,
y a otros para que aseguraran las tropas y armas del cuartel,
del hospital y de palacio, donde vivía el Gobernador y
se alojaba la artillería.
Advertido José
Vicente Flores de que Aranda, con el “gallo” que traía,
trataba de ir hasta el molino de Francia, le reforzó a
él y a sus alegres acompañantes, las dotaciones
de aguardientes, con lo que pasaron de las últimas casas
de la Villa, particularmente de la que había sido de don
Ignacio Castro y era ahora de don Manuel de la Fuente, donde los
estuvo entreteniendo con pláticas y sones que ordenaba
tocar a los músicos. De esta manera logró asegurar
a cuatro soldados y a otros que andaban en la diversión,
y repitiéndole la dosis del aguardiente al Gobernador.
En tales condiciones, cuando Elizondo se presentó acompañado
de diez hombres armados, Aranda no tuvo más que cruzar
las manos para que se las amarrasen.
Al día siguiente,
los insurgentes avistaron el pueblo de Baján, a una distancia
a poco más de media legua. Elizondo con su gente se encontraba
un poco más acá de aquél, tras de una loma.
Allende tuvo la imprevisión, imperdonable en un jefe militar,
de no enviar fuerza exploradora.
Elizondo permanecía
tras de la loma con la mayor parte de su gente; pero una porción
de ella estaba fuera del recodo, tendida en línea, dejando
libre el camino, en actitud de resguardar al que pasara y aun
de rendirle honores. Esto tenía que inspirar confianza
a los insurgentes, cuya extrema vanguardia, al irse acercando,
lo hacia como a campo amigo. Uno tras otro, desfilaron tras de
la loma los coches, conducidos por clérigos, frailes y
mujeres que detenidos, fueron todos amarrados por individuos que
Elizondo tenía designados ex profeso y provistos de trescientos
lazos para esta operación.
Apenas acababa de
enviárseles a Baján, cuando se presentó un
quinto coche en el que iban el hermano de Hidalgo y varias mujeres,
con quienes se siguió el mismo procedimiento. Tras éste,
vino otro en sexto lugar, y en él viajaban Allende, Jiménez,
el teniente General Joaquín Arias, el oficial Juan Ignacio,
Indalecio, el hijo de Allende, y una mujer.
Enterado Elizondo
de que aquellos eran los generales, ordenó a sus ayudantes
los rodeasen por la retaguardia, y Flores les intimó rendición
en nombre del Rey.
Transcurrieron unos
minutos de expectación, pero enseguida pudieron darse cuenta
de que el Generalísimo, habiendo abandonado el carruaje,
venía en un caballo prieto, con un padre a su derecha y
seguido de una escolta como de cuarenta hombres. Elizondo lo recibió
e hizo un saludo, y dejándolo pasar con su acompañamiento,
siguió detrás, como de retaguardia, hasta que el
Cura llegó al extremo ocupado por las tropas en acecho,
donde estaban don Tomás Flores y su hijo, quienes viendo
que se pasaba de su zona, le marcaron el alto diciéndole
de orden superior y a nombre de Fernando VII, que no habían
de pasar de allí con armas, ni ellos ni nadie, hasta no
expresar qué leyes eran las que seguían. Ante aquel
requerimiento, Hidalgo iba a sacar una de las pistolas, pero acercándosele
Vicente Flores, le sujetó la mano.
Elizondo y don Tomás
Flores dijeron a los soldados de la escolta que si se empeñaban
en seguir al Cura y no largaban las armas, los pondrían
en las mismas condiciones en que estaban algunos compañeros
que les señalaron. Al Cura, al padre que lo acompañaba
y a sus sirvientes, lo mismo que a dos oficiales, los retiraron
al otro lado de la collera de prisioneros; los desarmaron, y sin
amarrarlos, los pusieron al cuidado de Don Tomás Flores.
Don Tomás
por su parte ordenó que se amarrara a los acompañantes
de Hidalgo, dejando sin amarrar sólo a éste y al
padre.
Ya con los prisioneros
atados y prevenidos, se trató entonces la manera de pasar
la noche con seguridad. Las sombras empezaron a envolver el paraje
que desde aquel día se llamaría del Prendimiento;
los realistas decidieron dirigirse a la miserable ranchería
de Baján. Las escasas fuerzas de Elizondo eran insuficientes
para resguardar al gran número de prisioneros y un enorme
botín. La mayor parte de aquellos ya habían sido
mandados a Monclova.
La noticia de la
captura de los insurgentes se tuvo en Monclova sólo unas
horas después. El mismo día se había instalado
allí una junta llamada “de seguridad”, que
debía sustituir a la militar antes instalada.
De este modo pasó
la noche, hasta que al amanecer empezaron los preparativos para
la marcha. Antes de que calentase el sol, emprendió el
camino rumbo a Monclova, la caravana de prisioneros y sus custodios,
en la que iban los caudillos, sacerdotes, frailes y mujeres, en
catorce coches; caminaron también los demás insurgentes,
atados las manos por detrás, los pies uno con otro y sentados
en mulas.
A su entrada a Monclova,
a eso de las seis de la tarde del día 22, se hizo a Elizondo
y sus compañeros un recibimiento victorioso, con las calles
adornadas, música, repiques y desaforada gritería
de “¡Viva Fernando VII y mueran los insurgentes!”.
La noticia de la
derrota y captura de los prisioneros caudillos de la insurrección,
fue recibida en México por parte del Gobierno y bando realistas
con grandes muestras de regocijo.
La conducta de Elizondo,
aún cuando no era una traición la suya, porque nunca
estuvo en el bando de la insurgencia y no hizo sino servir al
partido al que había pertenecido siempre, fue calificada
por él primero, intencionalmente, como tal, y nadie lo
libraría del estigma de haber sido el aprehensor de Hidalgo
y sus compañeros, para no ser execrado por la posteridad.
Él fue el autor y el ejecutor de la emboscada, y Royuela
sólo le dio consejos para realizarla mejor, cosa que éste
mismo declaró. Si después trató de hacerse
aparecer como autor principal de ella en escritos dirigidos al
gobierno virreinal, fue para tratar de vindicarse y borrar la
mala impresión producida por el hecho de haberse dejado
arrebatar los fondos de que era responsable y para obtener su
pensión de retiro que pidió con insistencia y que
al final le fue concedida. |