El día 29
de julio, y a los dos días de dictada la sentencia del
Tribunal eclesiástico se procedió al acto de la
degradación, dividido en verbal y real, con todas las ceremonias
prescritas en el Pontifical Romano.
Sobre una mesa puesta
cerca del altar, se colocó una vestidura eclesiástica
compuesta de alzacuello y sotana, ornamentos color encarnado,
un cáliz con patena y unas vinajeras. Se hizo comparecer
a Hidalgo escoltado y como estaba en el calabozo; esto es, vestido
de seglar y engrillado. El juez eclesiástico se inclinó
ante el concurso y dio principio la ceremonia. Se despojó
al reo de los grilletes, y ya libre, los sacerdotes designados
de antemano lo revistieron con las prendas que estaban sobre la
mesa, de su orden presbiteriana, como para ir a decir misa. Entonces
él echo en el cáliz un poco de vino y una gota de
agua; puso sobre la patena una ostia sin consagrar, y con el vaso
sagrado entre las manos fue a ponerse de rodillas a los pies del
juez y ministro. Quitóle éste el cáliz y
la patena que entregó a los asistentes, pronunciando unas
palabras rituales de execración; luego con un cuchillo
le raspo las palmas de las manos y las yemas de los dedos, con
los que en su ejercicio sacerdotal había tocado la ostia
consagrada.
Al terminar de quitarle
las prendas sacerdotales, se le halló contra el pecho lleno
de sudor, una imagen de la Virgen de Guadalupe, bordada sobre
pergamino, de la que se despojó por su propia mano, diciendo
que era su voluntad se mandase al convento de las Teresitas de
Querétaro, donde había sido hecha por las monjas,
que se la obsequiaron en 1807, con motivo de su santo.
Consumada la degradación,
fue entregado a los jueces de la curia civil, quienes lo recibieron
bajo su custodia, y el notorio Fray José María Rojas
levantó el acta respectiva, que firmaron todos los miembros
de Tribunal eclesiástico. Se le hizo poner nuevamente de
rodillas, y el juez Abella le preguntó qué razones
tuvo para revelarse contra el Rey y contra la Patria. Contestó
Hidalgo que ya las había expuesto en sus declaraciones
que no diría más. A continuación, en medio
de un gran silencio, se le leyó la sentencia pedida por
el Tribunal militar y pronunciada por el comandante don Nésimo
Salcedo, se le condenó a la última pena. El Juez
eclesiástico, en una forma inútil, intervino en
favor del reo para pedir “se le mitigase la pena, no imponiéndole
la de muerte, ni mutilación de miembros”.
Pasado algún
rato, se dispuso su encapillamiento; se le designó confesor,
y se devolvió el proceso al comandante Salcedo para sus
efectos finales. |