Doctrina Sumario
   
  En defensa de la profesionalidad
de la abogacía
 
     
  Por Ramón Mullera  
  Ex-presidente del Consejo de Colegios de Abogados
de la UE (CCBE)
 
     
 

En la última parte del siglo pasado y en lo que llevamos del presente, el ejercicio de la abogacía, como la inmensa mayoría de las actividades, ha experimentado numerosos cambios sustanciales, por lo menos en su forma y método de ejercicio. Estos cambios son consecuencia de habernos adentrado en un Nuevo Mundo. En efecto, Manuel CASTELLS ( The End of Millennium ) profesor de sociología en Berkeley, sostuvo en 1998 que habíamos entrado en un Nuevo Mundo como consecuencia de la confluencia de una serie de factores como la revolución tecnológica, la crisis paralela del capitalismo y del comunismo y el florecimiento de una serie de fenómenos socio-culturales como el humanitarismo, el feminismo, el medioambientalismo y los derechos humanos. El inicio de este Nuevo Mundo hay que situarlo en la caída del muro de Berlín y el final de la guerra fría. Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, en el orden político, y los escándalos Enron, Arthur Andersen, WorldCom, Tyco y la pléyade de los que siguieron en los EE.UU. y en Europa (Vivendi, Ahold y recientemente Parmalat) en el económico, reforzaron la divisoria.

Los cambios experimentados en la abogacía son profundos y manifiestos. Sin ir más lejos, recuerdo que mi padre, abogado del Colegio de Tarragona, ejercía solo, sin pasantes ni secretaria, en una habitación destinada a despacho dentro de nuestra vivienda familiar, con un exiguo mueble-biblioteca y con una máquina de escribir marca underwood, como único equipo auxiliar, que él utilizaba con los índices de las dos manos. Hoy la abogacía en todo el mundo y con raras excepciones se ejerce de forma muy organizada y compleja y utilizando cada vez más métodos y sistemas de carácter empresarial. La inmensa mayoría de los abogados trabajan con sofisticados medios de información jurídica, utilizando bases electrónicas de datos y sistemas, de tratamiento de textos y de comunicación electrónica. La revolución tecnológica ha invadido el ejercicio del derecho, tanto los despachos de abogado como las oficinas de los tribunales. Tanto es así que muchos auguran que en un futuro no distante las oficinas de ambos, abogados y jueces, funcionarán sin papeles ( paperless offices ) (de hecho en alguno de los Emiratos Árabes los tribunales funcionan ya así) y algún experto, como el profesor Richar SUSSKIND ( The Future of Law ), que asesoró a Lord WOLF en la última reforma del derecho procesal civil inglés, vaticina que, debido a la invasión tecnológica en el campo del derecho y de la justicia, en un día no lejano, al abogado no se le seguirá denominando “abogados”, sino “ingeniero de información jurídica” ( legal information engineer ). Hoy en día, además, buena parte de los abogados trabajan en despachos colectivos ( partners-hips ) cuyo funcionamiento se asemeja al de las empresas, con avanzada y sofisticada tecnología, departamento hiperespecializados, criterios económicos y con el asesoramiento de expertos en comercialización y gestión empresariales. Algunas de estas firmas se hallan globalizadas y ostentan proporciones gigantescas, con oficinas en los cinco continentes (tres de ellas con más de 50 oficinas). Hoy existen en el mundo ya (con origen en los EE.UU. y en el Reino Unido) unas 20 firmas que superan los 1.500 abogados, una que supera los 3.000 y algún consultor (Bardo Bower) ha afirmado que dentro de poco tiempo veremos firmas de 10.000 abogado. Por eso se hace difícil hablar de la evolución de la abogacía en su conjunto (englobando al abogado individual – solo practitioner – y a las megafirmas); es como hablar de la evolución del comercio abarcando la pequeña mercería y los hipermercados.

Respecto a los métodos de trabajo, éstos han sufrido igualmente una evolución espectacular. Hoy en día, no sólo los abogados introducen la reseña de sus despachos en Internet a través de los web-sites, con máximo detalle de sus componentes, oficinas, especialidades, programas, seminarios y los distintos servicios que ofrecen al público en general, cosa imposible hace poco en muchos países que prohibían todo género de publicidad individual y todavía imposible en algunos lugares, sino que en algunos países son los propios clientes los que publicitan su caso, litigio o transacción comercial en internet, promoviendo un concurso en el que invitan a los abogados a que formulen ofertas sobre el servicio que pueden prestar y las condiciones económicas en relación con dichos casos.

Pero, a pesar de estos importantes cambios y de la introducción de los métodos empresariales que acabo de describir, la abogacía es y debe seguir siendo una profesión. Según la famosa fórmula de Roscoe POUND, decano de la facultad de derecho de la Universidad de Harvard, una profesión es una vocación para el servicio público, sin perjuicio de que constituya también un medio de ganarse la vida. El Servicio Europeo de Profesiones Liberales entiende que las profesiones liberales se caracterizan por ser ocupaciones independientes, con un alto nivel de competencia, basadas en la confianza del cliente en el profesional y sujetas a un estricto código deontológico. El abogado, en concreto, participa en una función pública trascendental como es la administración de justicia y de ahí que los franceses se refieran a él como "co-ministro de la justicia" ( co-ministre de la justice ) y los anglosajones como "co-oficial de los tribunales" ( co-officer to the court ). Precisamente por esta excelsa función, el abogado ostenta algunas prerrogativas, siendo probablemente la más conocida de ellas el secreto profesional, reconocidas por el Estado y por los colegios y asociaciones profesionales en uso de la facultad de autorregulación de la profesión. Correlativamente a estos privilegios, el abogado se halla sujeto a una serie de normas éticas más estrictas que las que obligan a los demás ciudadanos (la deontología del abogado). Estas normas se pueden agrupar –de forma parecida a los Mandamientos de la Ley de Dios– en tres principios fundamentales: la independencia, el secreto profesional y la lealtad al cliente que prohibe al abogado incurrir en conflictos de interés. El abogado es, pues, un hombre de ética. La ética constituye la quintaesencia de la abogacía.

El abogado es, por tanto, un profesional y no un hombre de negocios (aunque gestione el ejercicio de su profesión con métodos empresariales para prestar un mejor servicio al cliente). Recuerdo que la primera vez que fui a Londres como joven abogado internacionalista, con mis flamantes título universitario y pasaporte, el inspector de pasaportes del aeropuerto de Heathrow me abordó: “Business or tourism, sir?” Sorprendido, respondí: “Bueno, soy abogado”. “ Oh, good, business, then” y, estampando el sello en mi pasaporte, me franqueó la entrada en su país. Generalmente no se discute que el abogado sea un profesional –aunque la profesionalidad se vea actualmente cuestionada o desdibujada, como expongo más abajo–. Quisiera remarcar, no obstante, que los países de derecho romanístico-civil suelen contemplar primordialmente el carácter del abogado como cooperador de la justicia (por ejemplo en Francia los abogados no pueden realizar género alguno de comercio, como ocurre con los jueces), mientras que los países angloamericanos del common law suelen destacar principalmente la característica del abogado como prestador de un servicio. Esta segunda visión probablemente tenía el inspector de Heathrow y es la que primó en la introducción de los servicios jurídicos dentro del GATS (Acuerdo General para el Comercio de Servicios) que forma parte del GATT (Acuerdo General para el Comercio y las Tarifas) que se firmó en Marrakech en 1944 y que continúa en las negociaciones que se llevan a cabo en la OMC en Ginebra para la liberalización de las transferencias transfronterizas de los servicios en general, incluyendo los servicios profesionales.

Hoy, debido a la globalización, a la revolución tecnológica y, sobre todo, a la tendencia general a enjuiciarlo todo bajo criterios económicos y de mercado, algunos, incluso algunos abogados, se preguntan si la abogacía es todavía una profesión o más bien una de tantas actividades empresariales que presta un servicio como cualquier otro. Debido a esta tendencia, cada vez más se aplican a la abogacía reglas propias de la empresa y de los empresarios. De ahí que los tres principios éticos fundamentales que informan la profesión y a los que me he referido anteriormente –independencia, secreto y evitación de conflictos de interés– sean actualmente objeto de preocupantes embates.

Así, por ejemplo, por lo que respecta a la independencia, Lord FALCONER, ministro del gobierno británico, ha nombrado comisario a Mr. David CLIMENTI, presidente de The Prudential, con el encargo de introducir sustanciales reformas en la abogacía. Entre estas reformas, el gobierno británico propone suprimir la autorregulación de la abogacía (o derecho de los abogados a dictar las propias normas de conducta y de funcionamiento de sus actividades y colegios), que tradicionalmente se ha considerado factor esencial para preservar la independencia de la abogacía en general y particularmente frente a los poderes públicos, por entender que los colegios han hecho un uso deficiente de esta prerrogativa, especialmente su faceta disciplinaria. El gobierno inglés también propone que los abogados puedan participar en asociaciones muntidisciplinares ( multidisciplinary partnerships ) (asociaciones de diversos profesionales que se distribuyen los beneficios de la asociación), prohibidas por voto unánime por el Consejo de los Colegios de Abogados de la Unión Europea (CCBE) en 1992 y en 1999 y por la American Bar Association (ABA) con el voto del 75% de sus representantes en 2000 y últimamente por la Sarbanes-Oxley Act (ley dictada en los EE.UU. tras la hecatombe de Enron y de los escándalos que le siguieron hace un par de años) a fin de poner coto a las irregularidades y excesos de los directivos de empresa y restaurar la confianza maltrecha de los inversores. Igualmente se pretende autorizar a las firmas de abogados a que puedan acudir al mercado de capitales ofreciendo públicamente sus acciones a los inversores; y, por último, que las empresas mercantiles con ánimo de lucro (bancos, compañías de seguros e incluso los supermercados) puedan prestar servicios jurídicos (lo que en el Reino Unido se conoce coloquialmente como the supermarket lawyer o Tesco lawyer con referencia a la gran cadena de supermercado Tesco), todo lo cual atenta claramente contra la independencia profesional del abogado. Paralelamente, el Comisario Mario MONTI, responsable del mercado interior en la Comisión Europea, acaba de anunciar a fines del pasado noviembre su intención de impulsar la total liberalización de las profesiones, incrementando la competencia y la publicidad de las profesiones liberales y, por su parte, el Parlamento y el Consejo han publicado una proposición de directiva de servicios con análoga finalidad, en la convicción de que muchas reglas éticas constituyen obstáculos o barreras innecesarias para la prestación de servicios. Todas estas reformas tratan a la abogacía como si de un simple sector de la industria o del comercio se tratara, sin tener en cuenta la especificidad de la misma, de su función pública y sus principios éticos que no permiten someterla a puros criterios empresariales sin más.

Por lo que respecta a los conflictos de intereses que afectan a la profesión de abogado y que prohiben al abogado defender intereses contrapuestos, la realidad es que se intenta diluir la prohibición evangélica de servir a dos señores, sobre todo en materia comercial y financiera. Me refiero a la posibilidad de que el abogado pueda representar a clientes con intereses contrapuestos y a las sutiles “murallas chinas” (Chinese walls) que permiten a dos socios de una misma firma defender intereses opuestos, mediante la erección de un muro simbólico consistente en la separación de los expedientes y de las personas que en una misma firma trabajan en ambos casos, con el propósito de intentar evitar el trasvase de la información confidencial entre ellos y de eximirse así de la prohibición de intervenir en situaciones en conflicto. Algunos sostienen que los clientes sofisticados especialmente financieros precisan unas reglas más flexibles que las que han regido hasta ahora y que ciertamente fueron concebidas para una época en que la abogacía era considerada casi exclusivamente desde el ángulo judicial, pero que siguen prevaleciendo, aunque sea con matices, igualmente para la función asesora no judicial del abogado.

Finalmente, el secreto profesional que, según el Código de Deontología de los Abogados Europeos (Código CCBE), constituye “el derecho y el deber primordial y fundamental del abogado”, se ve igualmente sujeto a numerosas embestidas. El secreto profesional tiene un doble fundamento, basado en la confianza. En los asuntos de carácter litigioso, es imprescindible que el juez pueda oír la versión de ambas partes técnicamente expuesta, cuya función desempeñan los abogados; para que el abogado pueda llevar a cabo correctamente su función resulta también imprescindible que el cliente comunique a su defensor la totalidad de los hechos (toda la verdad) y el cliente no contará toda la verdad si no confía plenamente en que su abogado guardará la información que le proporciona con total confidencialidad. En los asuntos extrajudiciales o de asesoramiento, los clientes no consultarán o cosmetizarán sus consultas, con lo que el número de ilícitos se incrementará si no están seguros de que los abogados mantendrán estricto silencio sobre los hechos a que se contrae la consulta. Pero, por más que este secreto se halle a la base de la relación abogado-cliente y en definitiva de la administración de justicia, está siendo objeto, como digo, de importantes embates. Ya en 1988 la sentencia AM&S del Tribunal Europeo de Justicia (TEJ) denegó el secreto profesional a los abogados de empresa ( juriste d'entreprise, in house counsel ) por considerarlos dependientes y por ello carentes de suficiente independencia, cuya materia se halla de nuevo sub iudice ante el TEJ en el caso Akzo. La Patrior Act de los EE.UU., tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, ha suprimido el secreto profesional entre los sospechosos de terrorismo y sus abogados, sin hablar de la negación incluso de defensa jurídica a los detenidos en la base naval de la Bahía de Guantánamo. Los EE.UU y la UE (Directivas de 1991 y 2001) obligan a los abogados, a denunciar a sus clientes en caso de que aquéllos alberguen la más mínima sospecha de que su cliente pueda hallarse envuelto en cualquier asunto de blanqueo de capitales ( gatekeeper iniciative ) y la Sarbanes-Oxley Act, dictada para atajar los escándalos tipo Enron y devolver la confianza a los inversores, obliga también a los abogados que denuncien cualquier violación de la legislación sobre acciones de la que tengan conocimiento (en el interior de la sociedad – up the ladde – e incluso fuera – noisy withdrawal – como está analizando la SEC ). Finalmente, el Informe Cheek de los EE. UU. de 2003 ha ampliado la posibilidad de que los abogados denuncien a su cliente en el caso de sospechar irregularidades en las empresas no cotizadas.

No puedo extenderme aquí en comentar todos los embates de que la ética profesional está siendo objeto (quizás en un futuro lo pueda hacer sobre algún otro), sean cuales sean las justificaciones que amparen dichos embates, que las hay, aunque no siempre suficientes. Sólo por lo que respecta al secreto profesional, digamos que éste es una de las actuales controversias éticas que ocupa muchos foros de discusión, estudios y sentencias (en EE.UU; McKesson Corporation, Jenkens & Gilchrist y en Europa Three Rivers District Counciel v. Bank of England, P v P, y el caso Azko pendiente en el TEJ). Los sociólogos (Roger COTTERRELL, Sociology of Law ) dicen que el derecho se desarrolla a través de tres funciones: la adjudicatoria (juez), la asesora (abogado) y la ejecutora (policía). La función del abogado es la de asesorar y defender, no la de investigar y denunciar, propias de la fiscalía y de la policía. Por lo que respecta al secreto profesional, dos deberes se enfrentan: el de todos de denunciar todo hecho delictivo y la del abogado de mantener en secreto la información que recibe de sus clientes, que debe prevalecer. Los abogados están exentos de la obligación general de denunciar, precisamente para proteger un bien social mas elevado: la justicia. Si la sociedad invita a los ciudadanos a confiar a los abogados los hechos de su caso por ser ello necesario para la correcta administración de justicia, y si la misma sociedad exige de los abogados que revelen dichos hechos, resulta la perversión del sistema. Hoy la sociedad, amedrentada por el terrorismo, parece preferir la seguridad a la justicia. Si la idea de que los abogados deben informar a las autoridades se extiende, los ciudadanos perderán la confianza en ellos y no consultarán sobre la legalidad de sus proyectos, con lo que las leyes se conculcarán más fácilmente, los jueces quedarán desasistidos en su función de administrar justicia y el derecho de defensa, uno de los derechos humanos fundamentales, se verá perjudicado.

No puedo estar más de acuerdo en la necesidad de que la abogacía se adapte a las modernas exigencias a fin de prestar el servicio que la sociedad de hoy requiere, y de hecho lo está haciendo decidida y valientemente. Pero en este aggiornamento, no puede renunciar a los principios fundamentales de su esencia y de su deontología que, en definitiva, existen y son respetados en interés de la administración de justicia y de los ciudadanos.

 
     
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

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Número VIII, Año 5, Enero/2005